miércoles, 16 de noviembre de 2016

El Puente sobre la Maine

Fuente: http://es.123rf.com
Anne seguía siendo virgen. Tenía 25 años. Conocía feas que ya desde los 17 se jactaban de sus conquistas. No era fea. No era fácil ni tampoco difícil. “Quizás, simple”, se decía aquella mañana mientras se miraba al espejo acomodándose el cabello tras la oreja derecha y soltando un mechón rubio para que cayera sobre el ojo izquierdo prolongándose hasta que se perdía a la altura de los hombros. Opaca. Invisible.
Se levantó suavemente de la silla que la enfrentaba al espejo. Aprovechó para analizarse una vez más. No era su ropa, tampoco sus ideas, era ella. Era gris. Mínima.

Como siempre le vino a la mente el último libro en alemán que leyó en la carrera. Jean Baptiste nació sin olor, ella, sin color. Mientras tanto, iba agarrando sus cosas y de reojo se miraba al espejo, como esperando verse con ojos más benévolos, pero sólo lograba fortalecer esas convicciones que se le estaban moviendo desde tiempo atrás, así que casi terminó de mal humor. Así le pasaba siempre que se observaba más de lo estrictamente necesario.

Había planeado ese momento desde hacía tanto. Quizá desde que se dio cuenta de que el mundo era más amplio que su simpleza. Crecer le dolió. Nunca estuvo lista y sin embargo, en algún punto de su historia personal se sintió arrojada del verano al otoño a un mundo de idiomas y gestos que todos parecían captar y ella no. ¿A qué clase faltó y en qué momento? ¿Por qué todos parecían siempre preparados y ella no?

Esa carrera empezó en el otoño número trece, cuando se sentía aferrada a un “algo” de lo que sus contemporáneos parecían querer constantemente sacudirse. Fue la primera vez que se sintió mínima, desencajada e invisible. Alguna vez conoció el amor, pero este ni siquiera regresó a mirarla. Sus historias se limitaban, entonces, a callarse ante las pícaras anécdotas de sus amigas que habían empezado a mirarla con verdadera pena.

En algún momento pensó que tal vez debía probar otras alternativas de género. Pero ni eso. Ni hombres, ni mujeres, ni viejos, ni jóvenes. Era ella, otra vez, la sombra de Jean Baptiste.

Lo decidió. Un día probándose ropa en H&M, le pareció todo grotesco y simplemente, terminó de encajar las piezas que se le presentaron. Desde niña supo cómo y dónde. Sólo esperaba a cansarse un poco más.

Y ahí estaba. Se cruzó la cartera. Le dio tiempo a fijarse en lo mucho que le gustaba. Una Tous tipo bandolera que su hermana le había regalado en su último cumpleaños. “Para que conquistes el mundo”, le había puesto en la dedicatoria de la tarjeta. Volvió a sentirse de malas. Lanzó la puerta al salir y piso fuerte cada escalón hasta llegar al portal.

Fuera hacía sol. Hasta eso le dañaba los planes. Habría necesitado un día lluvioso, compungido. Sin embargo, el otoño casi terminaba y soplaba ya un vientecillo que ya podía considerase frío. “Con eso me basta”, pensó.

Caminando empezó a encontrarse con sonrisas, olores y colores de temporada. Verdes y rojas luces que se encendían y apagaba a pesar de que apenas daban las 11 00 de la mañana. “Debí levantarme más temprano”. Entonces recordó lo mucho que le gustaba dormir y despertar con olor a pan recién hecho. Por un momento se sintió retenida en esos dos placeres. Decepcionada de sí misma, se repitió como tantas veces: “¡Cómo eres así de débil!” y no tardó en comenzar a patear la calle hasta llegar a la panadería más cercana: “Un pain au chocolat, s’il vous plaît”[1], se escuchó pedir. Soltó cinco francos sobre el mostrador y salió saltando ligeramente.

Calle abajo, casi llegando a la Maine recordó a su abuela, cuando hacían el mismo camino con una bolsa de almendras tostadas en la mano, traídas del mercado después de la compra para el día siguiente. Solían tomar el segundo puente sobre la Maine, se paraban a la mitad y mientras el río les arrojaba decenas de destellos de luz, su abuela comenzaba: “No te acerques a aquel punto, Annette, las corrientes son fuertes, hay remolinos. Cuando éramos niños, el hijo mayor de M. Benoît, un chico guapísimo, fuerte, no logró salir”, se le nublaban los ojos y repetía: “Aún debe estar allí”. Y así, se repetían las tardes, hasta que la pequeña Annette que la miraba con ojos grandes, se terminaba las almendras indicando que estaban listas para regresar a casa.

La abuela había partido hacía un año y medio. Ya no estaba para repetirle la dulce letanía. Buscó en su bolso, sacó un pitillo y lo encendió con su Zippo. Otro regalo de cumpleaños que le gustaba mucho. Se acordó de su padre y sonrió. Recordó que le puso el encendedor entre las manos a escondidas de su madre que, desde la cocina, renegaba de su pipa apestosa. “Lo negaré siempre”, le había dicho.

Pero…Seguía siendo transparente.

Lanzó los restos del cigarrillo al río y al instante vio formarse los anillos líquidos que tanto le gustaban de niña. “Cuando todo era más sencillo”.

Caminó hacia aquel punto límite entre su curiosidad de niña y la añorada eternidad. Cayó en cuenta que se había puesto los mocasines sin medias y el friecillo se le colaba por las vastas del pantalón. A lo lejos divisaba el segundo puente. Colocándose la mano a modo de visera, pudo ver dos personas asomadas volviendo sus caras al río. Parecían reír. El remolino que se formaba en el agua era claro, perfecto, agresivo y casi parecía dibujado con un lápiz muy afilado. Ligeras gotitas empezaron a posarse sobre sus pies. Se sacó los zapatos porque le pareció una pena que nadie pudiera aprovecharlos. A punto estaba de levantar un pie para entrar al agua cuando levantó bruscamente la mirada. Una de las dos siluetas en el puente empezaron a agitar las manos mientras la otra parecía señalarla a ella. Petrificada, retrocedió. “Sí, abuela, siempre he sido una petite buena y obediente”.

Corrió. Descalza como estaba, abandonó sus zapatos para que a alguien pudieran servirle y se metió a la primera peluquería que encontró. “Un pixie[2] très très court, s’il te plaît”[3]. Pensó para sus adentros que una mujer con ese cabello no podría volver a sentirse vulnerable. Jamás.





[1] “Un pan de chocolate, por favor”
[2] Pixie: Un corte de cabello femenino similar al de un varón, muy moderno y con mucho estilo.

[3] “Un pixie muy muy corto, por favor”

Historias del '81

Fuente: El Diario, Perú
La veía desde la ventana. Caminaba agitada, balanceando su cuerpo que buscaba crecer. Me daba la impresión de que iba dando brinquitos a pesar de que ella misma se esforzaba por sacudirse de cualquier ademán que pudiera parecer infantil. En aquellos años, sus cabellos eran espejos que reflejaban los rayos de luz. Yo pretendía cuidarla con mis ojos, siguiendo sus pasos, al menos, hasta que se perdieran al final de la calle.
Era el 27 de enero de 1981, hacía 5 días que había empezado el conflicto bélico en la frontera norte, pocos heridos llegaban a los hospitales y, aunque en la capital la vida se desarrollaba sin mayores irrupciones en la cotidianidad que las novedades bélicas en el telediario de la 1 de la tarde, en todas las instituciones de auxilio: hospitales, bomberos, defensa civil, se percibía una cierta sensación de emergencia. Daban las 11 30 de la mañana, cuando sonó el teléfono. La cocina hervía en pleno movimiento y monopolizaba las ocupaciones de la casa. Esperábamos a Renzo, como todos los días, a la 1 en punto para almorzar, encender el televisor y seguir la bitácora de la contienda. Pero esa llamada nos cambió la mecánica del día.
Allí iba ella, decidida, pisando firme las calles, bamboleando una bolsa blanca en una mano mientras la otra permanecía firme sosteniendo una cesta. Desde mi cuarto en la planta alta, descorrí las cortinas blancas que aún olían a jabón de Marsella, la divisé hasta que cruzó la Avenida Salaverry. Desde ahí debía caminar 3 cuadras hasta tomar el Parque de los Próceres y atravesarlo entero para poder encontrase frente a frente con el Rebagliati. No era lejos ciertamente, pero por alguna razón su salida me ponía nerviosa. Hasta el año pasado que cumplió 12 había salido siempre acompañada por la muchacha de servicio. Pero aquel día, después de esa llamada, ante su insistencia y tanta prisa por llegar a la hora del almuerzo con una comida decente, supuse que estaba bien dejarla crecer un poco. Le había dado una hora de tiempo para ir y volver, de lo contrario saldríamos todas: cocinera, nana y yo con la pequeña en brazos como locas despavoridas a darle el encuentro.
Mi amiga Margarita Puig, que acudía esos días al Rebagliati como voluntaria extra ante una posible urgencia por el conflicto fronterizo, llamó diciéndome que necesitaba ayudar a un pequeñín de 11 años, enfermo, que había llegado de Ancash con su madre con un diagnóstico de cáncer en los huesos y sin más dinero que el que los había ayudado a llegar a Lima. Cerré el teléfono. Corrí a mi cuarto a rebuscar en el cajón de mi ropa interior unos 5000 soles de oro que venía ahorrando y los metí en un sobre.
Mientras, la escuchaba subir y bajar ajetreada. Asomé mi cabeza por el pasillo y la vi sacando de debajo de su colchón un montón de papelitos de chocolatinas de colores que coleccionaba desde hace tiempo y meterlas en una cajita. Cuando bajé a la sala, me la encontré parada frente a mí: “Yo voy, yo voy. Ya tengo edad”, me dijo. Sin esperar mi respuesta, me quitó el sobre que llevaba en la mano y siguió hasta la cocina para meter varias cucharadas de arroz en una vianda pequeña, dos pedazos de pollo aún pálido que sacó del sartén apresuradamente ante los gritos de Victoria. Antes de salir me dijo “¿Me das 500 para comprar un cuaderno y unos lápices de colores en la esquina?”.
Y se fue…

Habíamos salido de casa Victoria, Isabel y yo a buscarla cuando la vimos aparecer con un vaso de mazamorra morada en la mano que seguramente compró con el vuelto de los 500 soles. A partir de ese día volvió todas las tardes durante 4 meses, sin faltar ni fines de semana ni días festivos, a veces con cuadernos y pinturas, a veces con libros de cuentos o chuches. Yo la seguía siempre desde la ventana porque a pesar de que la veía crecer segura de sí, Lima se me estaba volviendo una ciudad desconocida. Crecía aceleradamente con muchos desplazados desde el campo en busca de un algo de paz y a ratos daba la impresión de que la ciudad no daba abasto.
En ese corto lapso de tiempo todos cambiamos de alguna manera. El 1 de febrero vimos el conflicto armado terminar sin víctimas mortales de nuestro lado, pero la sensación de “emergencia” tardó 11 años en desaparecer. En los meses subsiguientes la violencia recrudeció en la Sierra Central adentrándonos en las páginas más sangrientas de la historia de este país. Y entre esos sucesos, una tarde, a mediados de mayo, Bernarda regresó a casa sin saber que esa sería su última visita al Hospital Rebagliati.

Hoy, 35 años después, no dejo de esperarla en la ventana todos los martes y viernes que viene a compartir conmigo sus tardes y a ella, a sus 48 años, sus ojos aún se le llenan de lágrimas cuando habla de él.

Cuando el hada llamó a mi puerta

Fuente: Sara Zambrano Studio
Me dicen Nonna y mi vida es una vida más, de esas de cualquier anciana casi al final de cualquier vida; pero mi historia no es una historia cualquiera. Me atrevo a contar todo esto no por mí sino por Ella, porque si yo soy una más, Ella para mí no lo es.

La historia que me importa, comienza hace 3 años, cuando la escuché por primera vez. No puedo decir que antes de Ella no hubiese nada que mereciese contarse, de hecho, hay bastantes más capítulos de los que estos 3 años han sido capaces de recoger, pero no hay ninguno que me guste lo suficiente como para querer retomar con mis pensamientos. A alguno que otro deberé volver para sujetar con fuerza la importancia de Ella.

Mi existencia, mi subsistencia más bien, es la biografía de un pinocho, cuya relevancia se enciende cual tímida llama nacida de una insignificante cerilla sólo en los últimos soplos del relato. Y es precisamente allí, en donde los autores sensatos colocarían el punto final, en donde ese “después” pacífico, confortable, humano ya no genera ni acción ni interés, en donde yo me extiendo y ensancho mis ganas.

Mis días de humana comenzaron a su lado. Al principio, nos teníamos miedo. Estoy segura de que le temía más que Ella a mí. No me fue fácil adaptarme a mi nueva forma. No estaba acostumbrada ni la tibieza de una casa ni a la suavidad de las palabras. No me habían hecho para respetar al humano, mucho menos para convertirme en uno de ellos. Dudé de mi capacidad de poder ser lo que en tantos momentos desprecié. Cuando la escuché por primera vez dirigirse a mí, se me despertó un sentimiento de confianza que antes no había experimentado. Una confianza volátil, diré, porque desaparecía de cuajo cuando, en mi condición de convaleciente, encerrada en mi cuarto lograba adivinar el golpe de una escoba en alguna pared.   Me ganaba la desconfianza o el miedo. Me sentía más indefensa que nunca en mis nuevas formas, pero aprendí de Ella y hoy puedo decir que, si aprendí a caminar erguida, con zapatos y sin miedo, si he logrado poder sentarme como una dama educada en un sofá, abrazar, tomar pastillas y dormir en una cama pasando por alto las frías esquinas del suelo, ha sido encontrándome en Ella.

Las primeras noches en mis formas humanas, me levantaba en la madrugada. La primera, para vigilarla, a mi manera, adivinado sombras, atenta a cualquier movimiento brusco porque, aunque estaba agotada, aún no tenía capacidad de confiar. La segunda, para sentir que no se había ido. La tercera noche para recordarla por si me tocaba olvidarla. Las sucesivas 3 noches ya lo hacía sólo por cariño porque un día de aquella primera semana, se sentó conmigo a encarar nuestros miedos tomando café y me explicó que podía quedarme el tiempo que yo quisiera, pude entender que podíamos ser amigas. No hubieron más noches de desvelo porque Ella me enseñó a dormir sin sobresaltos y poco a poco me fue adoctrinando en confianza y lealtad.

Cuando la conocí, todavía era una bestia, una bestia malherida, un monstruo, supongo, merecedor de los más diversos castigos. Imagino que mi transformación tuvo lugar en algún momento después de nuestro primer encuentro. Aquellos días había escapado del aquel lugar en el que habité tantos años como un mueble más, en aquella época reflexionaba poco, porque como dije ya, todavía era una bestia. Pensé que lo peor era eso, vivir 6 años de una vida, nunca mejor dicho: “de perros”, ignorada como todo perro, en un rincón, esperando a que, desde lejos, hicieran deslizar una olla de comida, esperando el golpe cada vez que me daba por relajarme dando un paseo por ese patio gris, jugando con las hojas que encontraba o con mis propios excrementos o con las palomas o con la comida. Me equivoqué. Hay cosas peores. Ese día en el fondo de mí, aprendí a valorar ese hogar para perro, esas sobras seguras, y hasta los palazos ganados por las pocas travesuras que me permitían cometer las circunstancias en las que me encontraba, en ese patio pequeño y a veces encadenada. Ese día, horas después del escape, los palazos recibidos durante 6 años me resultaron cómodos, sutiles. Ser una bestia en un mundo de propiedad humana es difícil. Sospecho que, por eso, porque yo no estaba hecha para ser una bestia de verdad, demasiado sumisa, demasiado temerosa (aunque mi apariencia debe haberlo disimulado mucho), alguien me consiguió el hada madrina y me transformó en humana, para darme una oportunidad.

Ese día decidí escapar, tal vez me cansaron las sobras del día anterior que me revolvieron el estómago o tal vez tan sólo decidí aprovechar la puerta abierta, como ya lo había hecho 3 años antes con mi antigua dueña, no lo tengo tan claro, era sólo un bicho salvaje. Las pocas veces que lo había hecho, había vuelto, porque siempre fui un animal que necesitaba raíces. No conocía bien la zona, me interné en la espesura de la vegetación, intentando alejarme de las casas y encontrar más como yo, bestias que hubiesen elegido ser libres. Me pareció que caminé bastante, las patas me dolían, la cola se me enredaba entre los matorrales llenos de ortiga y me hacía daño. En ese momento, ya extrañaba la apestosa esquina del patio trasero, pero no di la vuelta. No tenía mayores esperanzas, ¿Qué esperanza puede tener una bestia salvaje en un mundo construido para otros?, sólo quería un cambio. Un cambio de refacción.
Fue entonces, cuando más distraída estaba, giré la cabeza para buscar una referencia útil para un canino y los vi. Estaban detrás de mí. Los dos mayores debían tener sobre los 20 años, el más joven no debía llegar a los 18. Cuando vi que iban provistos, el uno de un palo, el otro de una vara de hierro y el otro de una pala, les enseñé los colmillos, temblando por dentro, porque siempre he sido de las que tiemblan. Puedo decir que los vi retroceder un paso. Sólo uno. Pero entonces, uno de ellos, ya no recuerdo cual, señaló: “Es sólo una perra”. Me quedé paralizada, quise saltarles encima, escapar, pero mis patas no se movieron, fue ahí, en esa sensación de pánico, porque me dio pánico la frialdad de sus ojos, que sentí el primer golpe en la cabeza. Y así, siguieron varios en otras partes del cuerpo.

Abrí los ojos luego de tener la sensación de un largo sueño, pero no logré ver nada. Todo era oscuridad. Y aunque yo misma no tenía ganas de emitir ningún sonido, empecé a aullar de dolor, de miedo. No pretendía llamar a nadie. Era quizás un reflejo sobre el que recuerdo no haber tenido voluntad ni dominio. Escuché voces, varias, recuerdo haber querido sentir terror otra vez, pero casi inmediatamente, me invadió la desidia, un sentimiento parecido al masoquismo, que hicieran de mí lo que quisieran, total, si no eran ellos serían otros y otros y otros.

Me cargaron. No puse atención a qué murmuraban. Dejó de interesarme. Todo era oscuro para mí. ¿Qué más me daba ya? Supongo que me limpiaron porque sentía correr el agua sobre mi cabeza, sobre mis ojos. Me colocaron sobre una superficie blandita, el lugar más cómodo que experimenté en mi vida de perro, me pusieron comida, una comida de sabor agradable. Habría sido feliz si tan sólo no hubiera estado inmersa en esa oscuridad.

No sé cuánto tiempo pudo haber pasado, no sé ni siquiera si los días de perros se cuentan igual que los días humanos. Lo cierto es que escuché una voz distinta a las que aquellos días me habían rodeado. Fue la primera vez que escuché su voz. Me levanté a ciegas, retrocedió, debió sentir miedo por un instante. Entonces sentí una mano en mi cabeza, me quedé quieta porque jamás me había sucedido cosa similar. ¿Qué debía hacer? Levanté mi pata para devolver el saludo. Lo que siguió fueron murmullos y risas. Volví a mi superficie blanda y quise olvidar esa inmanejable sensación de calidez sobre mi cabeza.

Aquella noche sucedió algo, mentiría si digo que lo recuerdo bien. Una ventana, una luz, un ave. Cuando intento recordar curiosamente mi mente trae a colación el cuento de Pinocho. Hasta ahí llegan mis recuerdos de esa noche. El siguiente recuerdo es ya en mi forma humana, sentada en el asiento posterior de un coche color blanco, a su lado.

Paramos en una clínica. Allí me revisaron, me arreglaron el cabello y hasta supe lo que era un perfume. Nos dijeron que no podría ver nuevamente pero que la oscuridad era producto de la hinchazón del cráneo, que cuando esta hubiera bajado, podría ver la luz, al menos. Y es así. Por lo menos hoy puedo distinguir si es de día o de noche, veo borrosos colores o formas a las que poco a poco les he ido poniendo nombre: el sofá, la cocina, mi dormitorio, de lo contrario no podría serle útil.

Ya puedo barrer, cocinar, preparar un café, sin tropezarme. En las tardes, acompaño a Clara a caminar. Es una persona solitaria. Se podría decir que su única amiga soy yo. Su salud la obliga a dar largos paseos todos los días, si no fuera por eso, estoy segura que preferiría quedarse en casa y más en los días de frío y quizás yo tampoco estaría aquí. Clara necesitaba ayuda, compañía, buscaba a alguien sencillo con quien pudiera sentirse a gusto, una especie de “Dama de Compañía”. Hoy somos más que eso, me parece que somos familia. Yo no le digo qué hacer, sólo la acompaño, conversamos y creo que le hace bien.

La vida en casa es sencilla. Se levanta, se va al trabajo. Yo me quedo en casa encargada de todo. Cuando Clara llega, está todo limpio. Vamos al supermercado dos veces por semana. Suele comprar comida pre-cocida porque sabe que no sé cocinar. Subimos las compras. Cenamos. Vemos Crackle. Comentamos la serie de turno y luego cada una se retira a su habitación a esperar al día siguiente. Los domingos vamos al parque, comemos fuera. Como decía, nada importante. Hay tanta tibieza en esta convivencia que no resulta trascendente.

Si esta historia es importante es porque Clara lo es. Alguien por allí arriba, entre las nubes o en el espacio, o el hada de Pinocho, debió darse cuenta de que debíamos encontrarnos y decidió dotarme de formas humanas para poder conocerla. Me pregunto ¿cómo luciré? Por esta ceguera he sido incapaz de visualizar mi imagen humana aún cuando me paro varias veces frente al espejo, no logro ver nada. ¿Seré gorda? ¿Seré flaca? ¿Seguiré manteniendo el azul de mis ojos?

Debo confesar, alguna vez, haber dudado de mis formas humanas. Mi naturaleza animal, que debo conservar en el fondo de mi ser, me dice que no es de bestias salvajes creer en lo que no se ve. Entonces me contesto: “Es que no soy más una bestia salvaje, soy humana”. ¿Qué cómo lo sé?, la respuesta que me doy cada vez que emerge la duda es que… los perros jamás han vivido así…la dicha de esta vida que tengo junto a Ella la concibo sólo para humanos. No es de perros ser tan feliz.


Nota: En honor a Bianca, que encontró un cálido hogar después de que una paliza la dejara ciega.

lunes, 4 de julio de 2016

La última carta

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio

Por las calles vacías de este lado de la ciudad, antaño llena de niños jugando a la rayuela y a las escondidas y donde hoy poca cosa sucede, abuela y nieta recorren las calles en un 4 x 4 nuevo que a duras penas logra una batalla justa con las estrechas calles del centro de Quito. Dan marcha atrás, giran, esquivan en la confusa trayectoria de esas calles coloniales que perezosas se adaptan a la vida moderna, pero no dudan, parecen conocer bien el laberinto que enreda el centro histórico de la capital. La abuela instruye convencida, utilizando referencias antiguas pero vigentes.

-          Está igualito – le dice la abuela a la conductora – igualito pero sucio.
Tuercen una calle aquí, otra allá y al final, la nieta parece reconocer la fachada que la abuela no ha visto por estar desprevenida mirando hacia otra dirección.

-          Llegamos, abu..creo…sí, seguro
-          ¿y tú como sabes, hija?
-          Me sé de memoria las fotos. Y a ti ¿qué te pasa, abuela?, que te perdiste.
-          En los recuerdos, querida, de esa otra calle – dice señalando con el dedo hacia un edificio sostenido seguramente por la única voluntad de algún espíritu generoso.
-          ¡Ay, esos ojos de cristal, abu! ¿Qué condición te puse para traerte? – le dice tomándole la mano.
-          Nada de sentimentalismo, hija, ya, ya.
La abuela baja del auto. No necesita ayuda, todavía. Pareciera conocer todo de memoria. La cerca, el cerrojo, la puerta. Todo está donde debe estar.

Su nieta la observa alejarse, la mira con ternura, con nostalgia prestada. Quizás, sólo quizás, en algún recodo de la vida de su abuela, pueda encontrar un reflejo de sí misma, temores ajenos que llegan a convertirse en propios.

“¡Qué piensas, abu! ¿qué pasa por tu cabeza al llegar a tu casa de infancia?  Los pasos que das tan seguros, se tambalean en las escaleras. ¿Hace frío dentro, abu? ¿o son los recuerdos los que te erizan la piel?”

Apoyada en el carro, calentándose las manos sobre el motor, observa a su abuela asomarse a la ventana. La anciana, de pronto, con cautos movimientos, busca dentro de su cartera. Papel y bolígrafo.

“¿Qué ves, abu? ¿Qué llama tanto tu atención desde que llegamos aquí? ¿Qué recuerdos te trae esa tiendecita que se cae de vieja? ¿Qué dibujas?”

La muchacha se pone de puntillas, buscando en un absurdo reflejo descubrir algún rasgo que le indique una pista de los trazos que dedica su abuela.

“Pareces tan triste, abuela. ¿Qué ideas se te cuelan en los pensamientos? Pareces una reina que desde su balcón observa sus posesiones. Te veo grande. Triste pero grande. Has sido, desde que tengo memoria, una gran dama de labios sonrientes y ojos tristes. ¿Cuánto peso has venido cargando en tu pequeña cartera, sin yo darme cuenta? ¿Viniste a dejar o recoger historias, abu?”

Se empina una vez más, se fija en el movimiento de la mano de la anciana. “¿Qué haces, abu? ¿Dibujas o escribes? Acompáñame a ver nevar, me dijiste. No te entendí, pero aquí estoy. Y sospecho que esta es la parte que debes hacer sola”.

Sin moverse ni para acomodarse el mechón de cabello que cae sobre su cara, sin sacar los lentes de la cartera, para dibujar mejor las letras, la anciana escribe levantando la mirada de vez en cuando. La muchacha sacude la mano señalando el reloj. La anciana la mira “sólo un momento más”, guarda pausadamente el bolígrafo en su cartera y temblando casi imperceptiblemente, vuelve sus ojos al papel y repite en voz alta:

Desde esta casa en donde tantas vivencias acariciamos juntos, desde esta casa soltera que siempre esperó tu voluntad, te escribo. ¿Te sorprende que me atreva a tutearte después de 68 años? Siempre me llamaste tradicionalista, conservadora y siempre fuiste el menos indicado para decirlo, pero sí, tenías razón. Pero es mucha vida y mucho inventario hecho, Doctor, para seguir manteniendo el respetuoso “usted”.

¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde tu última carta a esta dirección, Doctor De la Vega? Te sorprenderá: 60 años y 13 días … Sí, Doctor, no te vayas a reír, todavía guardo tus cartas, cada una, en cada sobre, porque siempre me llamaste romántica, también. Pero no fue por romántica y ahora que ni tú ni yo nada tenemos que perder, porque la misma existencia nos ha ido mezquinando poco a poco lo que tan generosamente un día nos adjudicó a borbotones: padres, vecinos, trabajo, talentos, reputación; ahora que las únicas fuerzas que me quedan son para poder sacudirme de todo aquello que me incomoda o me pesa, te diré que si guardé tus cartas fue por mala. ¡Apuesto que en todo tu conocimiento de Doctor no te imaginabas que incluso en el corazón más generoso puede existir maldad!

Desde esta ventana de segundo piso en la que, hace tantas vidas ….las de nuestros hijos, las de nuestros nietos, las de nuestros bisnietos…, me paraba a contar los minutos para verte virar por la tiendecita de la esquina llevándote las manos a la boca como en cámara lenta para empezar el silbido que me avisaría que estabas pronto a pasar frente a esta casa, desde aquí te escribo. Apoyada en la nada, sin mesa, sólo en este repaso al tiempo que he decidido hacer. ¿Sabes?, Aún se ve la tiendecita de la esquina. Siempre nos pareció que se iba a caer de lo viejita que estaba y mírala ahí, piedra sobre piedra, atemporal, abierta al público. Te escribo para contarte que van a demoler esta casa. He venido a verla, he venido a ver si logro robarme algún recuerdo que se me hubiera estado escondiendo estos años. Me ha venido a la mente el día en que decidiste dejar de silbar. Dijiste que tu madre te había educado bien, que mi padre era un caballero y yo una señorita respetable. Te creí. Desde ese día tocaste el timbre y entraste a esta casa por la puerta grande. Desde esta ventana también te seguí hasta que mis ojos te perdieron de vista, la única vez que te vería llorar, me advertiste que me fijara bien en la fecha, que contara los días para verte volver a esta casa que nunca más te vería. También te creí y además perdí la cuenta de la deuda de días que quedó pendiente entre esos dos jovencitos que fuimos.

Abajo me espera tu nieta. La siento tan parecida a mí. Sus historias, sus lealtades, sus riesgos. Parece que es hora de partir, me llama. A esta edad una sólo espera la paciencia y las señales de los demás. ¿Sabes por qué guardé tus cartas? Para no olvidar tus promesas, fecha por fecha, carta por carta. Las aprendí de memoria. Para tenerlas siempre a manera de consulta, como un diccionario al que se recurre a menudo en caso de duda, como un manual de primeros auxilios en caso de emergencia. Recuerdas cuando me decías que podías vivir sin mí pero que morir no soportarías, porque la vida termina pero la muerte es eterna, ¿recuerdas? Pensé que vendrías por mí. De eso hace ya 14 años, 6 meses y 5 días…. ¿O acaso por allá la noción del tiempo es diferente, Doctor?

Hasta Siempre, mi querido Marco, hasta siempre….

Y en un ademán cansado, levanta en el aire el papel que sostiene y con esas plisadas y sobresaltadas manos, inicia el desbaratamiento de la cuartilla que cae en trozos ligeros como pequeños copos de nieve.


La nieta sonríe y corre para atrapar al vuelo unos cuantos pedazos: “Te llevarás tu historia, abu…yo me quedo con tu nieve”.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Cuentos Urbanos: Receta ecuatoriana para combatir la nostalgia


Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio

Querida amiga lectora,

Para llevar a cabo esta receta, necesita, primero, salir de su casa. No importa si está triste, tendrá que caminar hasta la tienda de ultramarinos más cercana. Aunque, bien, dependiendo de la parte del mundo en donde esté usted ubicada, el viaje puede resultar más, o menos largo. No vaya en coche, camine.

Si está en Europa, deberá dirigirse a una tienda de inmigrantes “latinos”, chinos, “indianos” o magrebíes. Ahí es donde empezará su receta, en donde los productos huelen propiamente a nostalgia.

Compre 2 plátanos machos o verdes , cabe reiterar que deberán estar “muy verdes”; aceite de soja, girasol o maíz, cualquiera de los antes mencionados va bien; 1 queso fresco, de preferencia de origen sudamericano (Entiéndase Sudamérica como el territorio que va desde Colombia y Venezuela hacia el Sur).

Regrese caminando, notará cómo ahora el retorno es más feliz y esperanzador.

Ya en casa, pele los verdes debajo del grifo, permita que el agua salpique en sus pensamientos y en el plátano, sólo así empieza a desprenderse la cáscara y uno que otro recuerdo.

Una vez retirada la piel, proceda a cortar los plátanos en rebanadas de 1 cm aproximadamente. Sienta como el perfume que se empieza a liberar va removiendo profundas memorias.

En una sartén, caliente ½ vaso de aceite hasta que humee. Coloque uno a uno los pedacitos de verde hasta que el color rosa desaparezca y adquiera un dorado que recuerda al sol del atardecer en un pueblito de pescadores.

El perfume del verde se va liberando. Abra la puerta de la cocina, permita que el olor penetre en cada rincón de su casa. Es un aroma que limpia, espanta los miedos, atrapa pesadillas e incluso entibia el ambiente en las tardes frías.

Una vez dorados, retírelos del fuego y con el bien llamado “culo” de un vaso, aplástelos como si los estuviera pisando. Llévelos al fuego nuevamente en un aceite muy caliente para que se doren nuevamente de lado y lado.

Notará que en este punto el olor se torna irresistible. Puede darles un mordisco, si lo desea, con cuidado de no quemarse; le aconsejo cerrar los ojos para sentir teletransportarse al lugar de sus deseos.

Sálelos y sírvalos calientitos, porque si se enfrían se vuelven duros y pierden su poder curador de nostalgias. Acompáñelos con pedacitos de queso y un café al estilo sudamericano, esto es: mezcladito con agua, no demasiado cargado, de esos que pueden tomarse en la noche y  no quitan el sueño.

Mi recomendación: La mejor forma de tomarlos es a la hora de la puesta de sol, sentada frente a alguna ventana y mirando al sur.

¡Buen Apetito!

Cuentos Urbanos: La Casa de la Familia Abellán

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio


-       Llegamos, señorita Alina. ¿Va a querer que la espere?

Mira embobada por la ventana del Uber. Le cuesta reconocer la casa de sus abuelos en esa fachada restaurada a la mala con parches de cualquier material. Con la mirada busca desesperadamente el número de casa, esperanzada en que los mensajes de su móvil la hubieran distraído al punto de equivocarse de calle, de casa, de atmósfera, pero, un 232 a medio colgar, la obligan a asentir, “Sí, claro, llegamos” – dice entre dientes.

Una niebla baja parece esconderle todo lo conocido. No la recordaba tan espesa – piensa. Los 20 años de nostalgia que la separan de esa calle comienzan a pesarle.

Aprieta con fuerza la manija, en un afán de sostener sus emociones. Se asoma a la ventana, desempañando el vidrio con la manga de la blusa, “¿Cuándo se volvió tan gris?”- susurra. Lo que ve no se parece en nada a los recuerdos que le llegan de golpe, coloreados de rojo por los geranios y las fresas enanas escondidas en las jardineras de la abuela, de verde brillante por las plantas de sedum, también perfumados por el olor de los claveles.

-       Señorita Alina, este barrio no es muy seguro…

Sin escuchar, desciende del carro, con sus zapatos de tacón de aguja, su falda Burberry negra a cuadros y una blusa de seda verde esmeralda que no hacen juego con el entorno circundante. Le llueven también remembranzas en blanco y negro. “Así es como uno mismo elige su destino”- medita con cada paso, hacia la casa paterna. Al compás de esa marcha, se ve a sí misma, a sus padres, a sus tíos, a sus primos, uno a uno, como en un desfile en sepia, ausentarse de esa casa con lágrimas en los ojos y con muchas maletas. Le parece escuchar a su abuela con la voz quebrada “¡El esfuerzo de tu padre!” y a su tío Rodrigo, contestarle como recitando un libreto varias veces repetido: “Este barrio se está dañando, mamá, todos los amigos se están yendo también. Los Pinto, los Naranjo, los Benítez….”

-       Señorita Alina, la espero, entonces…

Mira el reloj, son las 5 10, llega 20 minutos más temprano a la cita con comprador. Duda. Es la primera vez que va al encuentro de la casa de sus ancestros. Te fuiste sin despedir, Alina. “Es mi encuentro, mi ceremonia”.

-       No, Antonio, váyase, gracias, yo pido otro servicio cuando haya terminado.
-       ¿Segura, señorita Alina? Mire que está con maletas…este barrio…
-   Seguro, Antonio. Ayúdeme a bajarlas. Si me las pone en la puerta de adentro, subiendo la escalerita, me doy por servida.

Busca el llavero que le ha dado su madre. El único juego de llaves desde siempre. Las mismas de cuando las escondían para jugarle bromas a las muchachas de servicio. Así era su abuela, le gustaba que todos entraran y salieran de una casa de puertas eternamente abiertas. Sabe de memoria qué llave exactamente meter en un candado tan antiguo como ella misma. Se ha abierto sin necesidad de llave. El óxido ha hecho de las suyas. Un poco avergonzada mira de reojo a Antonio que espera detrás para dejar las maletas dentro de la cerca.

-     Señorita Alina, yo voy a estar por aquí cerca, cuando termine, mejor me llama. Cuidado va a perder su vuelo. ¿A qué hora tiene que estar en el aeropuerto?
-      Gracias por sus cuidados, Antonio. No creo que lo pierda, tengo bastante tiempo. Nos vemos en… 9 días. De todas formas, lo llamo desde Montevideo para confirmarle fecha y hora exactas, ¿sí?
-       Bueno, señorita.

Sube los escalones. Se planta junto a la puerta. Un frío le recorre el cuerpo al ser consciente de que está sola. Se gira buscando la conveniente mirada de alguna vecina indiscreta, de algún niño que, a pesar de la neblina y el frío hubiese decidido lanzarse a la calle. Nadie. Se roza los brazos con ambas manos para desprenderse el frío que se le está pegando. Mira el reloj, 5 15, faltan 15 minutos para que la llegada de su cita. “¿Qué te pasa, Alina? ¿Desde cuándo te da miedo quedarte sola?”

En un atisbo de inseguridad provocado por el respeto escalofriante que le provocan tantas vivencias desdeñadas desde hace tanto, abre la puerta. Tiene la extraña sensación de precipitarse al vacío. Es el efecto del juego de sombras y luces amarillentas que bailan y se deslizan como sábanas flotantes ante sus ojos que tardan eternos segundos en acostumbrarse. El pecho se le oprime. Cualquiera temería encontrarse, en esa casa deshabitada con alguna “presencia”, pero ella le teme más a los espacios vacíos, abandonados, viejos. Siempre ha sido el personaje más simple de la familia, lo que para otros pudieran ser fantasmas, para ella es el simple viento, lo que para otros pudieran ser intrigas, para ella son malos entendidos, pero los pocos minutos que lleva sumergida entre sombras parecen estar llamando a la puerta de esos pequeños temores que todos tenemos prendidos en nuestros cimientos más firmes.

Repentinamente, un olor penetrante. Un aire podrido invade la estancia. Tapándose la nariz, abre la puerta de par en par. Como cuando de niña llegaba corriendo con sus primos a la hora del pan de dulce y la leche con canela. Se marea. Son, el olor a cloaca mezclado con el sonido de las voces de su niñez y el olor a pan que la envuelven casi al mismo tiempo. Su mente la traiciona. Le parece escuchar a lo lejos aquellas risas infantiles retumbando en esas mismas paredes despiadadamente vacías. Sabe que la puerta retrocederá y arremeterá con fuerza. La conoce de memoria. Arrastra, entonces, sus dos maletas, las coloca de soporte en la puerta para que el aire y la luz exteriores puedan circular con amplitud por esa casa cerrada hace demasiado tiempo.

Con apuro tantea en su bolso la forma de estrella de su Thierry Mugler, intentando llenar ese aire descompuesto, lóbrego, con un aroma conocido, especiado, dulzón. Aprovecha para controlar su móvil. Por el insistente bip-bip intuye menos del 5% de batería restante. Busca el interruptor de la luz aunque ya su sexto sentido le ha advertido sobre una posible de falta de electricidad y de todo en medio de tanto abandono. Se consuela pensando que tendrá que hacer todas sus llamadas en la tienda más cercana, esa que conoce desde niña y que, torciendo la segunda esquina, montada en el taxi, celebró para sus adentros que estuviera aún “ahí”.

“¿De dónde viene esa fetidez?”. Entonces se da cuenta de que el hedor ha ido tomando distancia. Huele su ropa comprobando que no haberse habituado al olor sino que éste efectivamente, ha ido menguando. “5 20”, en 10 minutos llegará el cliente, “¿podrá percibir ese olor? ¿y ese frío que ha ido cual dominó, empañado uno a uno los cristales?”. La neblina se adueña poco a poco de la casa aprovechando la generosidad de esa puerta que hace tiempo no se abría a nadie. “¡No es posible que la venta se frustre por el olor y este frío!”- refunfuñaLa gestión de la venta de la casa no había sido nada sencilla. Tuvo a mal tomar en sus manos esa responsabilidad, como tributo a la memoria de su abuelo, pero le había tocado lidiar, no sólo con el ir y venir de opiniones cruzadas y un larguísimo historial de discusiones familiares, “¡si no también con esto, ahora!”.

Resuelta, toma el frasco de perfume como quien empuña un arma. Pero se para en seco. Vuelve a dudar. Un frío le recorre la espalda. “Esto es más propio de mis padres…tan supersticiosos ellos…no de ti, Alina”. Si su padre estuviera allí seguro ya habría dicho “Ese olor es del otro mundo, se siente pesada la casa”. Sí, se siente pesada. Se coloca un poco de perfume en la muñeca, buscando devolver el equilibrio a su personalidad inalterable. “¡Malos espíritus, papá!, en esta casa el único mal espíritu fue siempre la tía Tava – se ríe - que no estaba contenta con nada y renegaba, y rezongaba, y no le gustaba el ruido”- dice en voz alta, buscando desafiar a esos recuerdos grises que están empezando lloviznarle, aprovecha para recordar a la pobre tía Tava batiéndose con las jugarretas que solían echarle sus primos y ella.

Desde el marco de la puerta, observa una de las habitaciones. Explora en su cartera por alguna cajita olvidada de fósforos de su ya lejana época de cigarrillos. Nada. Menea la nariz. No. Ningún olor, lo único inquietante es el continuo danzar de las sombras. La habitación no le trae buenos recuerdos, allí les dieron a los niños la noticia de la muerte de Toñito, sentados en la cama litera, unos arriba, otros abajo, acomodados en orden de estatura, todos calladitos y con la mirada gacha, sin entender lo que les decían. Todavía no entiende. ¿Cómo la vida de Toñito se diluyó en esa tarde? Luego fue Clarita… En esa habitación, los recuerdos le caen como granizo, golpeando, mojando y enfriando al mismo tiempo. Ella no es así. Se sacude mirando el reloj: “5 25”.

Recuerda que debe inspeccionar la casa antes de la llegada del interesado, “no sea que el mal olor vuelva cuando estemos a punto de cerrar la venta”. Camina por el largo pasillo que une la cocina con el comedor y los dos salones principales. El camino se le hace inacabable. Le pesan los pasos. “El respeto a la oscuridad”, diría su madre. Ante a ella, la escalera de caracol blanca. Inhala. Le queda sólo por revisar el cuarto de arriba, el de la Tía Tava. ¿Qué cara pondrías, Tía Tava? al ver que la audaz y osada Alinita se va a colar en tu habitación para husmear en tus dominios.

Sube las escaleras. Por reflejo, cierra los ojos y se agarra al pasamanos gris, como cuando era pequeña. Cuenta los escalones. ¡27! Abre los ojos. Se turba. Se encuentra con su silueta, parada, descompuesta y ojerosa, en el segundo piso. ¡Cómo es posible que el espejo  estuviera aún allí! La casa se encuentra completamente vacía y el espejo perpetuo, en su sitio, esperando al final de la escalera. De niños, subían agarrados uno de la camiseta del otro, con los ojos cerrados, contando. Y al llegar a 27, corrían como almas descarriadas hasta quedarse lejos del alcance del espejo. Siente el corazón acelerado. Una experiencia ciertamente desagradable - se repite.

Tropieza, entonces, con el cuarto de la tía Tava. La neblina se ha apoderado también de ese espacio, dejando la habitación sumergida en el espeso vaho. El armario de esa madera finita, clara, todavía está. De allí sacaba la tía Tava los chocolates y las galletas que les daba a cuenta gotas, en esos días en que se apiadaba de los niños. Les pedía esperar fuera, “¡callados, a mí no me gusta el ruido! Si no, no les doy nada, ¡carajo!”, pero ellos la veían por esa puerta entreabierta, cómo se agachaba, luego metía todo el cuerpo, escarbaba en el armario, cerca de la zapatera y sacaba puñados de galletas y chocolates.

No puede resistirse. La Alina pequeñita de aquellos años la obliga a rendirse a la curiosidad. Abre la puerta del armario. Se agacha. Esta todo tan oscuro dentro, que es sólo su mano la que adivina las formas. Toca la pared, acariciándola cautamente, topándose de pronto con la empuñadura de un cajón. “¿un cajón en la pared?”, hala fuerte, se ve obligada a meter todo el cuerpo. Ahora entiende el ritual. No es posible hacerlo de otro modo. Logra abrir el cajón. Vacío. Sus manos siguen explorando a tientas ese cajón que parece no tener fin, largo, muy largo. “¿A dónde va a parar este cajón?, tiene que adentrarse en la pared, de otro modo, no sería posible”. Mete el brazo hasta la axila cuando inesperadamente sus dedos alcanzan algo. Una caja. Introduce aún más el cuerpo en el armario para meter el otro brazo y hacerse con la caja. Retrocede el cuerpo. Se hace espacio para salir a constatar el contenido. Entonces, un estruendo la espanta. Una ráfaga de viento sube por las escaleras cerrando de golpe la puerta de la estancia. Salta hacia la ventana sólo para constatar que 2 muchachillos del barrio, escondidos tras sus capuchas, atraviesan la calle con sus dos maletas. Se le para el corazón. ¡Cómo eres tan descuidada, Alina! Mira el reloj, “5 30”, su contacto debe estar por llegar.

Irritada consigo misma, dirige su mirada distraídamente hacia la caja. Lo que descubre la trastorna. La caja cae al suelo. “No”. Se arrodilla. Encerrada en una caja casi nueva, una pequeña muñeca. “La muñeca de Lilia”. Se sienta. No se encuentra bien. Esa hora. Esa niebla. Esa muñeca. Los recuerdos.

Era 26 de diciembre, su prima Lilia, un año menor que ella, bajaba corriendo las escaleras gritando que se había perdido su muñeca, el regalo de navidad del abuelo. Revolvieron la casa completa, acusaron a Lilia de haberla llevado al parque, cosa que negó jurando por el abuelo. No apareció. Alina se encoge al seguir recordando. La muñeca de Lilia dejó de importar horas después, cuando Pipo desapareció. En el afán de buscar la bendita muñeca, alguien dejó la puerta de la cancela abierta y su perrito escapó, arrastrando su correa de paseo. Sentada allí sola, rodeada de niebla y de nadie, casi puede experimentar la misma opresión de aquel día. Ahora la muñeca allí. Completamente nueva, en su caja original. “Como si la hubieran enterrado viva”. La bocina de un auto la interrumpe en sus pensamientos.

Se levanta de un salto. Un hombre de cabello cano, desde un modesto Citröen, suena el claxon mirando insistentemente hacia la casa. Alina corre hacia la puerta. Trabada. Paciencia, Alina. ¿Nunca llegaron a arreglar la cerradura? Pasarán al menos 15 minutos hasta acertar el  truco para abrirla. Al mismo tiempo escucha el motor del auto que se aleja. Mierda. Busca en su bolso el móvil para intentar llamar. Inútil. Yace dentro de su cartera sin batería.

La desesperación empieza a hacer mella en su habitual indisolubilidad. “Nada puede ser tan malo, Alina”. Para no achicar su ánimo, hay encontrar algo que hacer. El cajón. Coloca con cuidado la caja de la muñeca dentro del armario intentando sondear algún contenido adicional dentro del cajón. Palpa algo. Su posición actual no le permite explorar más. Decide, entonces, meterse completamente dentro del armario para mejorar su capacidad de maniobra. Le disgusta la idea de quedarse completamente encerrada al no poder sostener las puertas con una de sus piernas…pero… ¿qué más va a hacer estando ya encerrada? Ya lo tiene mentalizado, le toca dormir allí y al día siguiente, con luz, con ruido, con más fuerzas y personas circulando por la calle, le será más fácil pedir ayuda. Así, toda actividad, le suena buena antes de empezar a sentir que la situación se le va de las manos.

Ya plenamente dentro del armario, de cuclillas observa de frente el cajón. No puede sacarlo. Está trabado y es demasiado largo. Sigue metiendo el brazo intentando llegar lo más profundo posible. Una especie de malla. Logra alcanzarla. Lo que está tocando le asquea. Medias. Medias nylon usadas. Ásperas. Sucias. Malolientes. Salen tras halarlas, par tras par, atados entre ellas por nudos, volviéndose una especie de enredadera infinita que se cuelan trepando encima de sus piernas y brazos. El olor. Podría jurar que es el olor de la tía Tava. Alina sigue atrayendo hacia sí los andrajos que parecen no tener fin. “¿Cuándo te bañas, tía Tava?”, se le viene a la mente Toñito preguntando ingenuamente. Con aversión, logra arrancar el último jirón que sale liberando tras de sí el más podrido de los tufos. Se tapa la cara. El mismo olor nauseabundo de hace algunos minutos. Intenta salir del armario. Las puertas están atascadas. Son los nervios. Procura respirar. El aire putrefacto lo ocupa todo. Muy a su pesar llega a sentir pánico. Un pánico sordo, mudo. Sin embargo, de la misma forma que ya había cedido antes, la pestilencia se va suavizando hasta casi desaparecer.

Necesita oxígeno, luz. Arranca el cajón con fuerza. “¡Luego el cajón servirá para golpear y empujar las puertas!”. Le parece que, dentro del agujero, algo brilla. Luz en alguna parte. Ladea su cabeza para mirar de qué se trata. A lo lejos vislumbra la hebilla de un cinturón. Mete la pierna y con el pie, logra atraerlo hacia sí. La cadena de Pipo. Desconcierto. Trastorno. Caos. Aprieta los párpados. Entonces recuerda. Mientras la muñeca de Lilia repetía una y otra vez, una y otra vez… la insoportable canción que a todos enloqueció en sólo un día, Pipo no paraba de ladrar.

Dolor. Aborrecimiento.

En impulso infantil, junta las manos, temblando. “No voy a sentir más miedo, tía Gustava”- sostiene en voz alta. Le urge analizar fríamente su situación. “No, gritar, no. No va a servir” y, también, sí, lo tiene claro, a la tía Gustava le disgusta el ruido….



Cuentos Urbanos: Una historia sin papeles

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio

Ruido. Lo que viene a su mente está vestido de ruido. Ruido de tapas golpeando contra las ollas en la prisa de unas manos ocupadas, el ruido del anuncio de Alka Seltzer en la radio, ruido de ventanas abiertas, ruido de pasos que vienen o van, que se encuentran o se desencuentran. Hasta la luz hace ruido. Ruido de voces, ruido de risas. Eso. Si alguien se atreviera a pedirle a él, que no es nadie, una definición de felicidad, diría eso: mucho ruido.

Eusebio Natera abre los ojos, la luz ya no hace ruido. Es una luz blanquecina, sobre paredes blanquecinas. ¿Cuándo cesó el ruido? Algo en su cabeza se atreve a calcular 64 años de silencio y “¡todavía no te acomodás, Chico Natera!”, logra reprocharse.

Se acomoda de nuevo en sus ojos cerrados. El ruido que más recuerda es el de la cocina, un ruido negro con blanco, del color de las baldosas acomodadas cual tablero de ajedrez y de las patronas mezcladas con las sirvientas en el único lugar de esa casa en donde las negras tenían la última palabra. Cuando calló la cocina calló su vida.

Cinco años tenía cuando su mamá murió. Los patrones se plantearon, al inicio, qué hacer con él y decidieron “quedárselo” por cariño y para los recados. Así creció, al calor de los fogones de la cocina, pateando calles entre mandado y mandado, escondiéndose detrás de los tamarindos para comerse el mejor de los mangos robado de la cesta de los postres. Le gustaba pasearse por los pasillos crujientes de la casa grande y ante los gritos exagerados de la negra Marcelina, encontraba la mano cariñosa de la patrona sobre su esponjosa cabeza, que sin decir nada le concedía el más selecto visado para continuar despreocupadamente su recorrido.

Pero un día los sonidos callaron. Quedó todo colgado en el aire, tal vez en el tiempo. Varias veces en su vida, no muchas, regresó a aquella casa grande, aún hoy rodeada de tamarindos y le parecía que todo estaba como suspendido, sostenido en el suspiro que lanzó la patrona antes de subir al automóvil que la esperaba.

Entre sueños escucha cerrarse la puerta del coche. No es capaz de mantenerse despierto mucho tiempo y más porque le ha dado por eso de cerrar los ojos. “Pero, ¿qué más vais a hacer, Chico Natera?” ¿En qué podría estar gastando su tiempo? Una mujer vestida de blanco entra a su habitación, le cuesta hacer ese tipo de memoria, pero recuerda que le han preguntado por su familia y entonces, solo, ante la amenaza de aquella enfermera caminando hacia él, hace lo único que le apetece hacer, cierra los ojos.

Desde el día en que partió la patrona, le quedó la sensación de haberse vuelto invisible. Poco a poco fue callando la casa entera, se fue llenando de telarañas y solo quedo él y un montón de hojas, verdes al principio, acumuladas en la gran entrada de la casa. Pasaron varios días, no es capaz de recordar cuántos, sentado en la entrada principal, pisando hojas secas, entrando y saliendo de la casa con un ratón más, esperando que alguien volviera.

Desde ahí el silencio, que nunca más se fue.

El hambre lo obligó a salir. Seguía haciendo recados en el día y volvía en la noche a dormir entre los descuidados jardines de la casa grande. Y así se le pasó la vida. Cuando cumplió 16 decidió que ya nadie volvería y se fue también.
¿Qué siguió?, se pregunta mientras abre los ojos por reflejo. Paredes, muros sucios, grafitti flotando cual largos fantasmas callejeros, bolsas de basura y un corredor infinito de calles oscuras que caminó elevado en sus memorias, como única compañía. Lo absorbió la calle. No lo tenía planeado, pero se dejó porque se dio cuenta de que no tenía más planes. Hoy no sabe decirse en dónde pasaba los días, de las noches sí, sí se acuerda claramente.

Le es más fácil recordar la noche porque le gusta tener los ojos cerrados. Desde que la Casa Grande dejó de ser su hogar y dejó de verse rodeado por esa cerca verde de metal que envolvía los jardines y a él mismo, no le interesa más el día. Eligió vivir en la noche porque podía imaginar mejor. A veces, recuerda, abría los ojos y le parecía seguir dormido, otras deambulaba por las calles simulando ser ciego, pensando que detrás de la espesa oscuridad encontraría un final más parecido al que alguna vez dibujó para él. El nacimiento del día le derrumbaba las creencias pero volvía a empezar en cada puesta del sol, como un pulgarcito siguiendo las primeras migas de pan para encontrar el camino a casa. 47 años en la calle.

Siete décadas a resumir en silencio.

Ingresó al Hospital General José Muñiz Amador con 70 años, hace 1 mes, por una contusión seria en la cabeza. Al momento de su ingreso sólo alcanzó a decirles a los médicos “Soy Eusebio Natera sin número de identidad” mientras se iba desvaneciendo. Recuerda que entre sueños le preguntaron “¿A quién debemos avisar?” y ahí es cuando le quitaron de cuajo las ganas de volver a hablar. Se convirtió en el segundo paciente olvidado de la sala de cuidados intensivos del José M. Amador.

Piden los doctores que les cuente que el día que llegó al hospital vestía jean azul y camiseta kaki, todo viejo, que tiene el alta hospitalaria y que si alguien lo conoce que avise a sus familiares o acuda al Departamento de Trabajo Social[i] del Hospital General.




[i] Diario El Universo, Sección Noticias, Jueves 7 abril 2016. “Olvido de familias afecta a 2 pacientes”

lunes, 28 de marzo de 2016

Cuentos Urbanos: Una Crónica Rota

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio


        Elena dio un portazo. Tan fuerte que él y ella aún lo escuchan. Y corrió, corrió hasta cansarse, buscando llegar lejos de ella misma. Tal vez, todavía corre.

El día que María desapareció, Elena se había despertado temprano en su piso del centro. A veces se quedaba a dormir en casa de alguna amiga cuando se sentía sola.  Solía frecuentar la casa de María, hasta que su relación con Pablo empezó a volverse más seria y a María dejaron de quedarle noches para las amigas. Esa mañana, Elena se levantó con ganas de café, periódico y aire. Abrió todas las ventanas, buscó el periódico que solía deslizar el portero por debajo de su puerta, preparó café y se sentó en un montón de cojines que tenía en su pequeño balconcito para momentos como ese. Abrió el periódico y sin querer, se perdió en la crónica roja. Rara vez se detenía en ella. Esta vez le llamó la atención la noticia de un niño perdido a 7 cuadras de su calle, y siguió bajando la vista a otras noticias también desequilibrantes. Le disgustaba desilusionarse del ser humano de esa manera. Es más cómodo confiar que vivir en el desequilibrio que le produce la crónica roja.

Lo de siempre. Mujer asesinada en manos de su pareja. Accidentes laborales. Un colegio clausurado por el accidente de un alumno tras caerle una puerta encima. Cerró el periódico, molesta por su desliz. Sonó su móvil. Pablo. ¿Cuántas veces ha hablado con él por teléfono desde que empezó a salir con María? Esta sería la segunda vez en 2 años. Nadie sabe nada de María desde hace dos días. Una voz fría que no es la del Pablo que conoce le despliega un sin número de detalles. Confundida, trata de hacer memoria, ¿cuándo habló con ella por última vez? Darán aviso a la policía. La palabra “policía” la aturde, hace que todo suene serio, como en la crónica roja.

Camino a casa de la familia de María, Elena se encuentra con sus remordimientos, estaba enamorada de Pablo, esa es su verdad. Desde siempre. Desde mucho antes de María y Pablo o Pablo y María.  Calla a los remordimientos para llegar más rápido. La puerta está abierta, sabe a emergencia. Pablo. Pablo y los demás. La policía lleva 3 horas buscando a María. “Salió de su casa el jueves, a la hora de costumbre, dice el portero y no ha vuelto. Hemos esperado mucho”. Le parece que la madre de María se justifica con alguien o se culpa mientras se exculpa. Elena intenta apartar a manotazos la crónica roja de su mente.

Pasan horas. ¿Cuántas? ¡Qué corto se hace el tiempo cuando el silencio es largo! Nada. Pablo salió hace horas. ¿Son esas las que cuenta Elena? No, porque son horas cortas de espera no de desespero y se cuentan como abundantes minutos…demasiadas, a la falta de noticias. ¿A qué muerto estamos velando? Vuelve la crónica roja. Demasiado silencio.
Decide salir al jardín. Desde allí se ven los columpios del parque en donde sabe que juegan los sobrinos de María cuando van a visitar a los abuelos. Le tiemblan las manos. Los columpios le recuerdan que no conoce tanto a María. Es una amistad más de ganas que de tiempo. Ganas de ser amigas porque apetece, por lo mismo que uno se casa, porque encuentra en el otro, cosas que no sabía que se le habían perdido. Tantas veces han hablado de su infancia, compartido anécdotas como para incluir más a la una en la vida de la otra. Tiene amigas de la infancia, pero ninguna tan cercana como María. ¿Qué sentiría si María no volviera? ¿Qué recordaría más? Le vienen a la mente los grandes ojos azules. María, bonita no era, pero con esos ojos de azul indefenso había conquistado muchos corazones. Demasiados. Demasiados.

Baja a la calle, camina hacia el parque. María tenía que volver. Tenía que casarse con Pablo o, ¡mejor con otro! y jugar con sus hijos en esos columpios mientras sus padres los saludan desde la puerta de la casa. Le aturde que María empieza a convertirse en un fantasma. Sacude la cabeza y se sienta un columpio.

¿Cómo se conocieron? ¡María es envolvente! El recuerdo le hace gracia. Era época de saldos del verano, entraron en la misma tienda y halaron la misma falda. A punto estaba de soltar un argumento: “Yo la vi primero”, “A mí me queda bien el rosa”, “Yo soy más delgada” cuando vio unos ojos aguados y una sonrisa que la transportó a su primer día de guardería en que aquella niña simpática se le acercó sonriente, mirándola igualito y le dijo “¿Quieres ser mi amiga?”. Pues igual. No iba a decir que no esta vez. Se hicieron amigas y María se quedó con la falda rosa. Quedaron varias veces y no pasó mucho tiempo hasta que descubrió que María estaba completa, con todas sus defensas. La incompleta era ella. Eran muy parecidas, por eso congeniaron tan bien desde la primera limonada que salieron a tomar después de lo de los saldos. Lo que las diferenciaba era que María sabía querer y ella no, pero viendo a María aprendía un poco. María nació para ser feliz, lo único que descolocaba un poco ese concepto de felicidad eran esos ojos caídos de perro triste. Por lo demás, María era una perfecta explosión de júbilo constante.

Nuevamente una María fantasma. No. Cierra el pensamiento como cerró el periódico esta mañana y ve a Pablo acercarse a la casa en su moto. Maldita visión, alucinación de todas sus noches. María, María, María, repite como un mantra, desde hace tiempo. Toma aire y levanta las manos. Se da cuenta que Pablo habla por el móvil, todo como siempre. Demasiado natural. Hasta le parece que ríe. Vuelven a sudarle las manos. Piensa en la crónica roja. María. Fantasmas. Baja los brazos porque le hormiguean y se marea. Pablo la ha visto. Le parece que corre. ¿Corre hacia ella? No. Sacude la cabeza, desde el almuerzo del día anterior, sólo tiene un café en el estómago y ya dan cerca de las 6 30 de la tarde. 

La voz de Pablo siempre le suena algodonada. ¿A ella o a todo el planeta? Los recuerdos y la ausencia de María le habían dado frío pero al oír a Pablo siente tibieza, la misma sensación de cuando su padre la arropaba cuando se quedaba dormida en el sillón del salón. Por esa sensación supo que estaba enamorada y que no se le iba a pasar fácilmente.
¿Sonreíste, Pablo? Desde lejos, me pareció que sonreías. ¿Por qué no estás preocupado, Pablo?, como todos. Angustiados. No hay noticias todavía o ¿algo sabes? Pablo mueve la cabeza, le parece que duda. Tiene los ojos fríos. Quiere estar solo. La voz de algodón se aleja.

La frialdad de Pablo la desubica. No es él. Nuevamente la crónica roja. ¡Por qué tuvo que leerla justo esta mañana! Entra a la casa.  Silencio desesperante. Sus tacones sobre la madera suenan   escandalosos. Todos levantan la mirada y se fijan en ella. Sólo ahora se da cuenta que no conoce a nadie. ¿Dónde está Pablo? Sigue caminando y le pesa cada uno de sus pasos hasta que el suelo se vuelve de cerámica y no oye más sus tacones. Al final del pasillo, en la biblioteca, humo. Pablo.

Adivina su presencia. “Pregunta”, le dice de espaldas. “¿Por qué no estás triste, Pablo? ¿por qué?” A ella misma le suena a reproche. “Quiero a otra”, contesta seco. Palabras dichas así podrían cortar hasta el más afilado de los silencios.

Elena se encoge. Empequeñece. Enmudece. Embrutece. Estás de espaldas, Pablo ¿qué mirada tienes? ¿Dónde está María? ¿Dónde está el aire? “Pregunta ¿quién es?” Le tiembla la quijada. Le falta el aire. Recuerda que esa mañana amaneció necesitando aire. Tiene que salir corriendo. Retrocede. Maldita crónica roja. Tropieza. “Pregúntame quién es”. Siente que sus piernas van a dejar de responder de un momento a otro. Corre a través del pasillo, a través de la sala, sus tacones, más escandalosos ahora, explotan en el silencio de la madera.

Elena dio un portazo. Y corrió, corrió, tal vez todavía corre, dejando en Pablo la estela de duda… ¿llegó el portazo a apagar su voz a tiempo?