Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio |
Ruido. Lo que viene a su mente está vestido de ruido. Ruido de tapas golpeando contra las ollas en la prisa de unas manos ocupadas, el ruido del anuncio de Alka Seltzer en la radio, ruido de ventanas abiertas, ruido de pasos que vienen o van, que se encuentran o se desencuentran. Hasta la luz hace ruido. Ruido de voces, ruido de risas. Eso. Si alguien se atreviera a pedirle a él, que no es nadie, una definición de felicidad, diría eso: mucho ruido.
Eusebio Natera abre los ojos, la
luz ya no hace ruido. Es una luz blanquecina, sobre paredes blanquecinas.
¿Cuándo cesó el ruido? Algo en su cabeza se atreve a calcular 64 años de
silencio y “¡todavía no te acomodás, Chico Natera!”, logra reprocharse.
Se acomoda de nuevo en sus ojos
cerrados. El ruido que más recuerda es el de la cocina, un ruido negro con
blanco, del color de las baldosas acomodadas cual tablero de ajedrez y de las
patronas mezcladas con las sirvientas en el único lugar de esa casa en donde
las negras tenían la última palabra. Cuando calló la cocina calló su vida.
Cinco años tenía cuando su mamá
murió. Los patrones se plantearon, al inicio, qué hacer con él y decidieron
“quedárselo” por cariño y para los recados. Así creció, al calor de los fogones
de la cocina, pateando calles entre mandado y mandado, escondiéndose detrás de
los tamarindos para comerse el mejor de los mangos robado de la cesta de los
postres. Le gustaba pasearse por los pasillos crujientes de la casa grande y
ante los gritos exagerados de la negra Marcelina, encontraba la mano cariñosa
de la patrona sobre su esponjosa cabeza, que sin decir nada le concedía el más
selecto visado para continuar despreocupadamente su recorrido.
Pero un día los sonidos callaron.
Quedó todo colgado en el aire, tal vez en el tiempo. Varias veces en su vida,
no muchas, regresó a aquella casa grande, aún hoy rodeada de tamarindos y le
parecía que todo estaba como suspendido, sostenido en el suspiro que lanzó la
patrona antes de subir al automóvil que la esperaba.
Entre sueños escucha cerrarse la
puerta del coche. No es capaz de mantenerse despierto mucho tiempo y más porque
le ha dado por eso de cerrar los ojos. “Pero, ¿qué más vais a hacer, Chico
Natera?” ¿En qué podría estar gastando su tiempo? Una mujer vestida de blanco entra
a su habitación, le cuesta hacer ese tipo de memoria, pero recuerda que le han
preguntado por su familia y entonces, solo, ante la amenaza de aquella
enfermera caminando hacia él, hace lo único que le apetece hacer, cierra los
ojos.
Desde el día en que partió la
patrona, le quedó la sensación de haberse vuelto invisible. Poco a poco fue
callando la casa entera, se fue llenando de telarañas y solo quedo él y un montón
de hojas, verdes al principio, acumuladas en la gran entrada de la casa. Pasaron
varios días, no es capaz de recordar cuántos, sentado en la entrada principal,
pisando hojas secas, entrando y saliendo de la casa con un ratón más, esperando
que alguien volviera.
Desde ahí el silencio, que nunca
más se fue.
El hambre lo obligó a salir.
Seguía haciendo recados en el día y volvía en la noche a dormir entre los
descuidados jardines de la casa grande. Y así se le pasó la vida. Cuando
cumplió 16 decidió que ya nadie volvería y se fue también.
¿Qué siguió?, se pregunta
mientras abre los ojos por reflejo. Paredes, muros sucios, grafitti flotando cual
largos fantasmas callejeros, bolsas de basura y un corredor infinito de calles
oscuras que caminó elevado en sus memorias, como única compañía. Lo absorbió la
calle. No lo tenía planeado, pero se dejó porque se dio cuenta de que no tenía más
planes. Hoy no sabe decirse en dónde pasaba los días, de las noches sí, sí se
acuerda claramente.
Le es más fácil recordar la noche
porque le gusta tener los ojos cerrados. Desde que la Casa Grande dejó de ser
su hogar y dejó de verse rodeado por esa cerca verde de metal que envolvía los
jardines y a él mismo, no le interesa más el día. Eligió vivir en la noche
porque podía imaginar mejor. A veces, recuerda, abría los ojos y le parecía
seguir dormido, otras deambulaba por las calles simulando ser ciego, pensando
que detrás de la espesa oscuridad encontraría un final más parecido al que
alguna vez dibujó para él. El nacimiento del día le derrumbaba las creencias
pero volvía a empezar en cada puesta del sol, como un pulgarcito siguiendo las
primeras migas de pan para encontrar el camino a casa. 47 años en la calle.
Siete décadas a resumir en silencio.
Ingresó al Hospital General José
Muñiz Amador con 70 años, hace 1 mes, por una contusión seria en la cabeza. Al
momento de su ingreso sólo alcanzó a decirles a los médicos “Soy Eusebio Natera
sin número de identidad” mientras se iba desvaneciendo. Recuerda que entre
sueños le preguntaron “¿A quién debemos avisar?” y ahí es cuando le quitaron de
cuajo las ganas de volver a hablar. Se convirtió en el segundo paciente
olvidado de la sala de cuidados intensivos del José M. Amador.
Piden los doctores que les cuente
que el día que llegó al hospital vestía
jean azul y camiseta kaki, todo viejo,
que tiene el alta hospitalaria y que si alguien lo conoce que avise a sus
familiares o acuda al Departamento de Trabajo Social[i]
del Hospital General.
[i]
Diario El Universo, Sección Noticias, Jueves 7 abril 2016. “Olvido de familias afecta a 2 pacientes”
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