miércoles, 18 de mayo de 2016

Cuentos Urbanos: Una historia sin papeles

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio

Ruido. Lo que viene a su mente está vestido de ruido. Ruido de tapas golpeando contra las ollas en la prisa de unas manos ocupadas, el ruido del anuncio de Alka Seltzer en la radio, ruido de ventanas abiertas, ruido de pasos que vienen o van, que se encuentran o se desencuentran. Hasta la luz hace ruido. Ruido de voces, ruido de risas. Eso. Si alguien se atreviera a pedirle a él, que no es nadie, una definición de felicidad, diría eso: mucho ruido.

Eusebio Natera abre los ojos, la luz ya no hace ruido. Es una luz blanquecina, sobre paredes blanquecinas. ¿Cuándo cesó el ruido? Algo en su cabeza se atreve a calcular 64 años de silencio y “¡todavía no te acomodás, Chico Natera!”, logra reprocharse.

Se acomoda de nuevo en sus ojos cerrados. El ruido que más recuerda es el de la cocina, un ruido negro con blanco, del color de las baldosas acomodadas cual tablero de ajedrez y de las patronas mezcladas con las sirvientas en el único lugar de esa casa en donde las negras tenían la última palabra. Cuando calló la cocina calló su vida.

Cinco años tenía cuando su mamá murió. Los patrones se plantearon, al inicio, qué hacer con él y decidieron “quedárselo” por cariño y para los recados. Así creció, al calor de los fogones de la cocina, pateando calles entre mandado y mandado, escondiéndose detrás de los tamarindos para comerse el mejor de los mangos robado de la cesta de los postres. Le gustaba pasearse por los pasillos crujientes de la casa grande y ante los gritos exagerados de la negra Marcelina, encontraba la mano cariñosa de la patrona sobre su esponjosa cabeza, que sin decir nada le concedía el más selecto visado para continuar despreocupadamente su recorrido.

Pero un día los sonidos callaron. Quedó todo colgado en el aire, tal vez en el tiempo. Varias veces en su vida, no muchas, regresó a aquella casa grande, aún hoy rodeada de tamarindos y le parecía que todo estaba como suspendido, sostenido en el suspiro que lanzó la patrona antes de subir al automóvil que la esperaba.

Entre sueños escucha cerrarse la puerta del coche. No es capaz de mantenerse despierto mucho tiempo y más porque le ha dado por eso de cerrar los ojos. “Pero, ¿qué más vais a hacer, Chico Natera?” ¿En qué podría estar gastando su tiempo? Una mujer vestida de blanco entra a su habitación, le cuesta hacer ese tipo de memoria, pero recuerda que le han preguntado por su familia y entonces, solo, ante la amenaza de aquella enfermera caminando hacia él, hace lo único que le apetece hacer, cierra los ojos.

Desde el día en que partió la patrona, le quedó la sensación de haberse vuelto invisible. Poco a poco fue callando la casa entera, se fue llenando de telarañas y solo quedo él y un montón de hojas, verdes al principio, acumuladas en la gran entrada de la casa. Pasaron varios días, no es capaz de recordar cuántos, sentado en la entrada principal, pisando hojas secas, entrando y saliendo de la casa con un ratón más, esperando que alguien volviera.

Desde ahí el silencio, que nunca más se fue.

El hambre lo obligó a salir. Seguía haciendo recados en el día y volvía en la noche a dormir entre los descuidados jardines de la casa grande. Y así se le pasó la vida. Cuando cumplió 16 decidió que ya nadie volvería y se fue también.
¿Qué siguió?, se pregunta mientras abre los ojos por reflejo. Paredes, muros sucios, grafitti flotando cual largos fantasmas callejeros, bolsas de basura y un corredor infinito de calles oscuras que caminó elevado en sus memorias, como única compañía. Lo absorbió la calle. No lo tenía planeado, pero se dejó porque se dio cuenta de que no tenía más planes. Hoy no sabe decirse en dónde pasaba los días, de las noches sí, sí se acuerda claramente.

Le es más fácil recordar la noche porque le gusta tener los ojos cerrados. Desde que la Casa Grande dejó de ser su hogar y dejó de verse rodeado por esa cerca verde de metal que envolvía los jardines y a él mismo, no le interesa más el día. Eligió vivir en la noche porque podía imaginar mejor. A veces, recuerda, abría los ojos y le parecía seguir dormido, otras deambulaba por las calles simulando ser ciego, pensando que detrás de la espesa oscuridad encontraría un final más parecido al que alguna vez dibujó para él. El nacimiento del día le derrumbaba las creencias pero volvía a empezar en cada puesta del sol, como un pulgarcito siguiendo las primeras migas de pan para encontrar el camino a casa. 47 años en la calle.

Siete décadas a resumir en silencio.

Ingresó al Hospital General José Muñiz Amador con 70 años, hace 1 mes, por una contusión seria en la cabeza. Al momento de su ingreso sólo alcanzó a decirles a los médicos “Soy Eusebio Natera sin número de identidad” mientras se iba desvaneciendo. Recuerda que entre sueños le preguntaron “¿A quién debemos avisar?” y ahí es cuando le quitaron de cuajo las ganas de volver a hablar. Se convirtió en el segundo paciente olvidado de la sala de cuidados intensivos del José M. Amador.

Piden los doctores que les cuente que el día que llegó al hospital vestía jean azul y camiseta kaki, todo viejo, que tiene el alta hospitalaria y que si alguien lo conoce que avise a sus familiares o acuda al Departamento de Trabajo Social[i] del Hospital General.




[i] Diario El Universo, Sección Noticias, Jueves 7 abril 2016. “Olvido de familias afecta a 2 pacientes”

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