miércoles, 16 de noviembre de 2016

Cuando el hada llamó a mi puerta

Fuente: Sara Zambrano Studio
Me dicen Nonna y mi vida es una vida más, de esas de cualquier anciana casi al final de cualquier vida; pero mi historia no es una historia cualquiera. Me atrevo a contar todo esto no por mí sino por Ella, porque si yo soy una más, Ella para mí no lo es.

La historia que me importa, comienza hace 3 años, cuando la escuché por primera vez. No puedo decir que antes de Ella no hubiese nada que mereciese contarse, de hecho, hay bastantes más capítulos de los que estos 3 años han sido capaces de recoger, pero no hay ninguno que me guste lo suficiente como para querer retomar con mis pensamientos. A alguno que otro deberé volver para sujetar con fuerza la importancia de Ella.

Mi existencia, mi subsistencia más bien, es la biografía de un pinocho, cuya relevancia se enciende cual tímida llama nacida de una insignificante cerilla sólo en los últimos soplos del relato. Y es precisamente allí, en donde los autores sensatos colocarían el punto final, en donde ese “después” pacífico, confortable, humano ya no genera ni acción ni interés, en donde yo me extiendo y ensancho mis ganas.

Mis días de humana comenzaron a su lado. Al principio, nos teníamos miedo. Estoy segura de que le temía más que Ella a mí. No me fue fácil adaptarme a mi nueva forma. No estaba acostumbrada ni la tibieza de una casa ni a la suavidad de las palabras. No me habían hecho para respetar al humano, mucho menos para convertirme en uno de ellos. Dudé de mi capacidad de poder ser lo que en tantos momentos desprecié. Cuando la escuché por primera vez dirigirse a mí, se me despertó un sentimiento de confianza que antes no había experimentado. Una confianza volátil, diré, porque desaparecía de cuajo cuando, en mi condición de convaleciente, encerrada en mi cuarto lograba adivinar el golpe de una escoba en alguna pared.   Me ganaba la desconfianza o el miedo. Me sentía más indefensa que nunca en mis nuevas formas, pero aprendí de Ella y hoy puedo decir que, si aprendí a caminar erguida, con zapatos y sin miedo, si he logrado poder sentarme como una dama educada en un sofá, abrazar, tomar pastillas y dormir en una cama pasando por alto las frías esquinas del suelo, ha sido encontrándome en Ella.

Las primeras noches en mis formas humanas, me levantaba en la madrugada. La primera, para vigilarla, a mi manera, adivinado sombras, atenta a cualquier movimiento brusco porque, aunque estaba agotada, aún no tenía capacidad de confiar. La segunda, para sentir que no se había ido. La tercera noche para recordarla por si me tocaba olvidarla. Las sucesivas 3 noches ya lo hacía sólo por cariño porque un día de aquella primera semana, se sentó conmigo a encarar nuestros miedos tomando café y me explicó que podía quedarme el tiempo que yo quisiera, pude entender que podíamos ser amigas. No hubieron más noches de desvelo porque Ella me enseñó a dormir sin sobresaltos y poco a poco me fue adoctrinando en confianza y lealtad.

Cuando la conocí, todavía era una bestia, una bestia malherida, un monstruo, supongo, merecedor de los más diversos castigos. Imagino que mi transformación tuvo lugar en algún momento después de nuestro primer encuentro. Aquellos días había escapado del aquel lugar en el que habité tantos años como un mueble más, en aquella época reflexionaba poco, porque como dije ya, todavía era una bestia. Pensé que lo peor era eso, vivir 6 años de una vida, nunca mejor dicho: “de perros”, ignorada como todo perro, en un rincón, esperando a que, desde lejos, hicieran deslizar una olla de comida, esperando el golpe cada vez que me daba por relajarme dando un paseo por ese patio gris, jugando con las hojas que encontraba o con mis propios excrementos o con las palomas o con la comida. Me equivoqué. Hay cosas peores. Ese día en el fondo de mí, aprendí a valorar ese hogar para perro, esas sobras seguras, y hasta los palazos ganados por las pocas travesuras que me permitían cometer las circunstancias en las que me encontraba, en ese patio pequeño y a veces encadenada. Ese día, horas después del escape, los palazos recibidos durante 6 años me resultaron cómodos, sutiles. Ser una bestia en un mundo de propiedad humana es difícil. Sospecho que, por eso, porque yo no estaba hecha para ser una bestia de verdad, demasiado sumisa, demasiado temerosa (aunque mi apariencia debe haberlo disimulado mucho), alguien me consiguió el hada madrina y me transformó en humana, para darme una oportunidad.

Ese día decidí escapar, tal vez me cansaron las sobras del día anterior que me revolvieron el estómago o tal vez tan sólo decidí aprovechar la puerta abierta, como ya lo había hecho 3 años antes con mi antigua dueña, no lo tengo tan claro, era sólo un bicho salvaje. Las pocas veces que lo había hecho, había vuelto, porque siempre fui un animal que necesitaba raíces. No conocía bien la zona, me interné en la espesura de la vegetación, intentando alejarme de las casas y encontrar más como yo, bestias que hubiesen elegido ser libres. Me pareció que caminé bastante, las patas me dolían, la cola se me enredaba entre los matorrales llenos de ortiga y me hacía daño. En ese momento, ya extrañaba la apestosa esquina del patio trasero, pero no di la vuelta. No tenía mayores esperanzas, ¿Qué esperanza puede tener una bestia salvaje en un mundo construido para otros?, sólo quería un cambio. Un cambio de refacción.
Fue entonces, cuando más distraída estaba, giré la cabeza para buscar una referencia útil para un canino y los vi. Estaban detrás de mí. Los dos mayores debían tener sobre los 20 años, el más joven no debía llegar a los 18. Cuando vi que iban provistos, el uno de un palo, el otro de una vara de hierro y el otro de una pala, les enseñé los colmillos, temblando por dentro, porque siempre he sido de las que tiemblan. Puedo decir que los vi retroceder un paso. Sólo uno. Pero entonces, uno de ellos, ya no recuerdo cual, señaló: “Es sólo una perra”. Me quedé paralizada, quise saltarles encima, escapar, pero mis patas no se movieron, fue ahí, en esa sensación de pánico, porque me dio pánico la frialdad de sus ojos, que sentí el primer golpe en la cabeza. Y así, siguieron varios en otras partes del cuerpo.

Abrí los ojos luego de tener la sensación de un largo sueño, pero no logré ver nada. Todo era oscuridad. Y aunque yo misma no tenía ganas de emitir ningún sonido, empecé a aullar de dolor, de miedo. No pretendía llamar a nadie. Era quizás un reflejo sobre el que recuerdo no haber tenido voluntad ni dominio. Escuché voces, varias, recuerdo haber querido sentir terror otra vez, pero casi inmediatamente, me invadió la desidia, un sentimiento parecido al masoquismo, que hicieran de mí lo que quisieran, total, si no eran ellos serían otros y otros y otros.

Me cargaron. No puse atención a qué murmuraban. Dejó de interesarme. Todo era oscuro para mí. ¿Qué más me daba ya? Supongo que me limpiaron porque sentía correr el agua sobre mi cabeza, sobre mis ojos. Me colocaron sobre una superficie blandita, el lugar más cómodo que experimenté en mi vida de perro, me pusieron comida, una comida de sabor agradable. Habría sido feliz si tan sólo no hubiera estado inmersa en esa oscuridad.

No sé cuánto tiempo pudo haber pasado, no sé ni siquiera si los días de perros se cuentan igual que los días humanos. Lo cierto es que escuché una voz distinta a las que aquellos días me habían rodeado. Fue la primera vez que escuché su voz. Me levanté a ciegas, retrocedió, debió sentir miedo por un instante. Entonces sentí una mano en mi cabeza, me quedé quieta porque jamás me había sucedido cosa similar. ¿Qué debía hacer? Levanté mi pata para devolver el saludo. Lo que siguió fueron murmullos y risas. Volví a mi superficie blanda y quise olvidar esa inmanejable sensación de calidez sobre mi cabeza.

Aquella noche sucedió algo, mentiría si digo que lo recuerdo bien. Una ventana, una luz, un ave. Cuando intento recordar curiosamente mi mente trae a colación el cuento de Pinocho. Hasta ahí llegan mis recuerdos de esa noche. El siguiente recuerdo es ya en mi forma humana, sentada en el asiento posterior de un coche color blanco, a su lado.

Paramos en una clínica. Allí me revisaron, me arreglaron el cabello y hasta supe lo que era un perfume. Nos dijeron que no podría ver nuevamente pero que la oscuridad era producto de la hinchazón del cráneo, que cuando esta hubiera bajado, podría ver la luz, al menos. Y es así. Por lo menos hoy puedo distinguir si es de día o de noche, veo borrosos colores o formas a las que poco a poco les he ido poniendo nombre: el sofá, la cocina, mi dormitorio, de lo contrario no podría serle útil.

Ya puedo barrer, cocinar, preparar un café, sin tropezarme. En las tardes, acompaño a Clara a caminar. Es una persona solitaria. Se podría decir que su única amiga soy yo. Su salud la obliga a dar largos paseos todos los días, si no fuera por eso, estoy segura que preferiría quedarse en casa y más en los días de frío y quizás yo tampoco estaría aquí. Clara necesitaba ayuda, compañía, buscaba a alguien sencillo con quien pudiera sentirse a gusto, una especie de “Dama de Compañía”. Hoy somos más que eso, me parece que somos familia. Yo no le digo qué hacer, sólo la acompaño, conversamos y creo que le hace bien.

La vida en casa es sencilla. Se levanta, se va al trabajo. Yo me quedo en casa encargada de todo. Cuando Clara llega, está todo limpio. Vamos al supermercado dos veces por semana. Suele comprar comida pre-cocida porque sabe que no sé cocinar. Subimos las compras. Cenamos. Vemos Crackle. Comentamos la serie de turno y luego cada una se retira a su habitación a esperar al día siguiente. Los domingos vamos al parque, comemos fuera. Como decía, nada importante. Hay tanta tibieza en esta convivencia que no resulta trascendente.

Si esta historia es importante es porque Clara lo es. Alguien por allí arriba, entre las nubes o en el espacio, o el hada de Pinocho, debió darse cuenta de que debíamos encontrarnos y decidió dotarme de formas humanas para poder conocerla. Me pregunto ¿cómo luciré? Por esta ceguera he sido incapaz de visualizar mi imagen humana aún cuando me paro varias veces frente al espejo, no logro ver nada. ¿Seré gorda? ¿Seré flaca? ¿Seguiré manteniendo el azul de mis ojos?

Debo confesar, alguna vez, haber dudado de mis formas humanas. Mi naturaleza animal, que debo conservar en el fondo de mi ser, me dice que no es de bestias salvajes creer en lo que no se ve. Entonces me contesto: “Es que no soy más una bestia salvaje, soy humana”. ¿Qué cómo lo sé?, la respuesta que me doy cada vez que emerge la duda es que… los perros jamás han vivido así…la dicha de esta vida que tengo junto a Ella la concibo sólo para humanos. No es de perros ser tan feliz.


Nota: En honor a Bianca, que encontró un cálido hogar después de que una paliza la dejara ciega.

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