Mira embobada por la ventana del Uber. Le
cuesta reconocer la casa de sus abuelos en esa fachada restaurada a la mala con
parches de cualquier material. Con la mirada busca desesperadamente el número
de casa, esperanzada en que los mensajes de su móvil la hubieran distraído al
punto de equivocarse de calle, de casa, de atmósfera, pero, un 232 a medio
colgar, la obligan a asentir, “Sí, claro,
llegamos” – dice entre dientes.
Una niebla baja parece esconderle todo lo
conocido. No la recordaba tan espesa
– piensa. Los 20 años de nostalgia que la separan de esa calle comienzan a
pesarle.
Aprieta con fuerza la manija, en un afán de
sostener sus emociones. Se asoma a la ventana, desempañando el vidrio con la
manga de la blusa, “¿Cuándo se volvió tan
gris?”- susurra. Lo que ve no se parece en nada a los recuerdos que le llegan
de golpe, coloreados de rojo por los geranios y las fresas enanas escondidas en
las jardineras de la abuela, de verde brillante por las plantas de sedum, también
perfumados por el olor de los claveles.
- Señorita Alina, este barrio no es muy seguro…
Sin escuchar, desciende del carro, con sus
zapatos de tacón de aguja, su falda Burberry negra a cuadros y una blusa de
seda verde esmeralda que no hacen juego con el entorno circundante. Le llueven
también remembranzas en blanco y negro. “Así
es como uno mismo elige su destino”- medita con cada paso, hacia la casa
paterna. Al compás de esa marcha, se ve a sí misma, a sus padres, a sus tíos, a
sus primos, uno a uno, como en un desfile en sepia, ausentarse de esa casa con
lágrimas en los ojos y con muchas maletas. Le parece escuchar a su abuela con
la voz quebrada “¡El esfuerzo de tu
padre!” y a su tío Rodrigo, contestarle como recitando un libreto varias
veces repetido: “Este barrio se está
dañando, mamá, todos los amigos se están yendo también. Los Pinto, los Naranjo,
los Benítez….”
- Señorita Alina, la espero, entonces…
Mira el reloj, son las 5 10, llega 20 minutos
más temprano a la cita con comprador. Duda. Es la primera vez que va al
encuentro de la casa de sus ancestros. Te fuiste sin despedir, Alina. “Es mi encuentro, mi ceremonia”.
- No, Antonio, váyase, gracias, yo pido otro
servicio cuando haya terminado.
- ¿Segura, señorita Alina? Mire que está con
maletas…este barrio…
- Seguro, Antonio. Ayúdeme a bajarlas. Si me las
pone en la puerta de adentro, subiendo la escalerita, me doy por servida.
Busca el llavero que le ha dado su madre. El único
juego de llaves desde siempre. Las mismas de cuando las escondían para jugarle
bromas a las muchachas de servicio. Así era su abuela, le gustaba que todos
entraran y salieran de una casa de puertas eternamente abiertas. Sabe de
memoria qué llave exactamente meter en un candado tan antiguo como ella misma.
Se ha abierto sin necesidad de llave. El óxido ha hecho de las suyas. Un poco
avergonzada mira de reojo a Antonio que espera detrás para dejar las maletas dentro
de la cerca.
- Señorita Alina, yo voy a estar por aquí cerca,
cuando termine, mejor me llama. Cuidado va a perder su vuelo. ¿A qué hora tiene
que estar en el aeropuerto?
- Gracias por sus cuidados, Antonio. No creo que lo
pierda, tengo bastante tiempo. Nos vemos en… 9 días. De todas formas, lo llamo
desde Montevideo para confirmarle fecha y hora exactas, ¿sí?
- Bueno, señorita.
Sube los escalones. Se planta junto a la
puerta. Un frío le recorre el cuerpo al ser consciente de que está sola. Se
gira buscando la conveniente mirada de alguna vecina indiscreta, de algún niño
que, a pesar de la neblina y el frío hubiese decidido lanzarse a la calle.
Nadie. Se roza los brazos con ambas manos para desprenderse el frío que se le
está pegando. Mira el reloj, 5 15, faltan 15 minutos para que la llegada de su
cita. “¿Qué te pasa, Alina? ¿Desde cuándo
te da miedo quedarte sola?”
En un atisbo de inseguridad provocado por el
respeto escalofriante que le provocan tantas vivencias desdeñadas desde hace
tanto, abre la puerta. Tiene la extraña sensación de precipitarse al vacío. Es
el efecto del juego de sombras y luces amarillentas que bailan y se deslizan
como sábanas flotantes ante sus ojos que tardan eternos segundos en
acostumbrarse. El pecho se le oprime. Cualquiera temería encontrarse, en esa
casa deshabitada con alguna “presencia”, pero ella le teme más a los espacios
vacíos, abandonados, viejos. Siempre ha sido el personaje más simple de la
familia, lo que para otros pudieran ser fantasmas, para ella es el simple
viento, lo que para otros pudieran ser intrigas, para ella son malos entendidos,
pero los pocos minutos que lleva sumergida entre sombras parecen estar llamando
a la puerta de esos pequeños temores que todos tenemos prendidos en nuestros
cimientos más firmes.
Repentinamente, un olor penetrante. Un aire podrido
invade la estancia. Tapándose la nariz, abre la puerta de par en par. Como
cuando de niña llegaba corriendo con sus primos a la hora del pan de dulce y la
leche con canela. Se marea. Son, el olor a cloaca mezclado con el sonido de las
voces de su niñez y el olor a pan que la envuelven casi al mismo tiempo. Su
mente la traiciona. Le parece escuchar a lo lejos aquellas risas infantiles
retumbando en esas mismas paredes despiadadamente vacías. Sabe que la puerta
retrocederá y arremeterá con fuerza. La conoce de memoria. Arrastra, entonces,
sus dos maletas, las coloca de soporte en la puerta para que el aire y la luz
exteriores puedan circular con amplitud por esa casa cerrada hace demasiado
tiempo.
Con apuro tantea en su bolso la forma de
estrella de su Thierry Mugler, intentando llenar ese aire descompuesto,
lóbrego, con un aroma conocido, especiado, dulzón. Aprovecha para controlar su
móvil. Por el insistente bip-bip
intuye menos del 5% de batería restante. Busca el interruptor de la luz aunque
ya su sexto sentido le ha advertido sobre una posible de falta de electricidad
y de todo en medio de tanto abandono. Se consuela pensando que tendrá que hacer
todas sus llamadas en la tienda más cercana, esa que conoce desde niña y que, torciendo
la segunda esquina, montada en el taxi, celebró para sus adentros que estuviera
aún “ahí”.
“¿De
dónde viene esa fetidez?”. Entonces
se da cuenta de que el hedor ha ido tomando distancia. Huele su ropa comprobando
que no haberse habituado al olor sino que éste efectivamente, ha ido menguando.
“5 20”, en 10 minutos llegará el cliente, “¿podrá percibir ese olor? ¿y ese
frío que ha ido cual dominó, empañado uno a uno los cristales?”. La neblina se
adueña poco a poco de la casa aprovechando la generosidad de esa puerta que
hace tiempo no se abría a nadie. “¡No es
posible que la venta se frustre por el olor y este frío!”- refunfuña. La
gestión de la venta de la casa no había sido nada sencilla. Tuvo a mal tomar en
sus manos esa responsabilidad, como tributo a la memoria de su abuelo, pero le
había tocado lidiar, no sólo con el ir y venir de opiniones cruzadas y un
larguísimo historial de discusiones familiares, “¡si no también con esto, ahora!”.
Resuelta, toma el frasco de perfume como quien
empuña un arma. Pero se para en seco. Vuelve a dudar. Un frío le recorre la
espalda. “Esto es más propio de mis
padres…tan supersticiosos ellos…no de ti, Alina”. Si su padre estuviera
allí seguro ya habría dicho “Ese olor es
del otro mundo, se siente pesada la casa”. Sí, se siente pesada. Se coloca
un poco de perfume en la muñeca, buscando devolver el equilibrio a su
personalidad inalterable. “¡Malos
espíritus, papá!, en esta casa el único mal espíritu fue siempre la tía Tava – se
ríe - que no estaba contenta con nada y
renegaba, y rezongaba, y no le gustaba el ruido”- dice en voz alta,
buscando desafiar a esos recuerdos grises que están empezando lloviznarle, aprovecha
para recordar a la pobre tía Tava batiéndose con las jugarretas que solían
echarle sus primos y ella.
Desde el marco de la puerta, observa una de las
habitaciones. Explora en su cartera por alguna cajita olvidada de fósforos de
su ya lejana época de cigarrillos. Nada. Menea la nariz. No. Ningún olor, lo
único inquietante es el continuo danzar de las sombras. La habitación no le
trae buenos recuerdos, allí les dieron a los niños la noticia de la muerte de
Toñito, sentados en la cama litera, unos arriba, otros abajo, acomodados en
orden de estatura, todos calladitos y con la mirada gacha, sin entender lo que
les decían. Todavía no entiende. ¿Cómo la vida de Toñito se diluyó en esa
tarde? Luego fue Clarita… En esa habitación, los recuerdos le caen como
granizo, golpeando, mojando y enfriando al mismo tiempo. Ella no es así. Se
sacude mirando el reloj: “5 25”.
Recuerda que debe inspeccionar la casa antes de
la llegada del interesado, “no sea que el
mal olor vuelva cuando estemos a punto de cerrar la venta”. Camina por el
largo pasillo que une la cocina con el comedor y los dos salones principales.
El camino se le hace inacabable. Le pesan los pasos. “El respeto a la oscuridad”, diría su madre. Ante a ella, la
escalera de caracol blanca. Inhala. Le queda sólo por revisar el cuarto de
arriba, el de la Tía Tava. ¿Qué cara
pondrías, Tía Tava? al ver que la audaz y osada Alinita se va a colar en tu
habitación para husmear en tus dominios.
Sube las escaleras. Por reflejo, cierra los
ojos y se agarra al pasamanos gris, como cuando era pequeña. Cuenta los
escalones. ¡27! Abre los ojos. Se turba. Se encuentra con su silueta, parada,
descompuesta y ojerosa, en el segundo piso. ¡Cómo es posible que el espejo estuviera aún allí! La casa se encuentra completamente
vacía y el espejo perpetuo, en su sitio, esperando al final de la escalera. De
niños, subían agarrados uno de la camiseta del otro, con los ojos cerrados,
contando. Y al llegar a 27, corrían como almas descarriadas hasta quedarse
lejos del alcance del espejo. Siente el corazón acelerado. Una experiencia ciertamente desagradable - se repite.
Tropieza, entonces, con el cuarto de la tía
Tava. La neblina se ha apoderado también de ese espacio, dejando la habitación
sumergida en el espeso vaho. El armario de esa madera finita, clara, todavía
está. De allí sacaba la tía Tava los chocolates y las galletas que les daba a
cuenta gotas, en esos días en que se apiadaba de los niños. Les pedía esperar
fuera, “¡callados, a mí no me gusta el
ruido! Si no, no les doy nada, ¡carajo!”, pero ellos la veían por esa
puerta entreabierta, cómo se agachaba, luego metía todo el cuerpo, escarbaba en
el armario, cerca de la zapatera y sacaba puñados de galletas y chocolates.
No puede resistirse. La Alina pequeñita de
aquellos años la obliga a rendirse a la curiosidad. Abre la puerta del armario.
Se agacha. Esta todo tan oscuro dentro, que es sólo su mano la que adivina las
formas. Toca la pared, acariciándola cautamente, topándose de pronto con la
empuñadura de un cajón. “¿un cajón en la
pared?”, hala fuerte, se ve obligada a meter todo el cuerpo. Ahora entiende
el ritual. No es posible hacerlo de otro modo. Logra abrir el cajón. Vacío. Sus
manos siguen explorando a tientas ese cajón que parece no tener fin, largo, muy
largo. “¿A dónde va a parar este cajón?,
tiene que adentrarse en la pared, de otro modo, no sería posible”. Mete el
brazo hasta la axila cuando inesperadamente sus dedos alcanzan algo. Una caja.
Introduce aún más el cuerpo en el armario para meter el otro brazo y hacerse con
la caja. Retrocede el cuerpo. Se hace espacio para salir a constatar el
contenido. Entonces, un estruendo la espanta. Una ráfaga de viento sube por las
escaleras cerrando de golpe la puerta de la estancia. Salta hacia la ventana
sólo para constatar que 2 muchachillos del barrio, escondidos tras sus
capuchas, atraviesan la calle con sus dos maletas. Se le para el corazón. ¡Cómo eres tan descuidada, Alina! Mira
el reloj, “5 30”, su contacto debe estar por llegar.
Irritada consigo misma, dirige su mirada distraídamente
hacia la caja. Lo que descubre la trastorna. La caja cae al suelo. “No”. Se arrodilla. Encerrada en una
caja casi nueva, una pequeña muñeca. “La
muñeca de Lilia”. Se sienta. No se encuentra bien. Esa hora. Esa niebla.
Esa muñeca. Los recuerdos.
Era 26 de diciembre, su prima Lilia, un año
menor que ella, bajaba corriendo las escaleras gritando que se había perdido su
muñeca, el regalo de navidad del abuelo. Revolvieron la casa completa, acusaron
a Lilia de haberla llevado al parque, cosa que negó jurando por el abuelo. No
apareció. Alina se encoge al seguir recordando. La muñeca de Lilia dejó de
importar horas después, cuando Pipo desapareció. En el afán de buscar la
bendita muñeca, alguien dejó la puerta de la cancela abierta y su perrito escapó,
arrastrando su correa de paseo. Sentada allí sola, rodeada de niebla y de nadie,
casi puede experimentar la misma opresión de aquel día. Ahora la muñeca allí. Completamente
nueva, en su caja original. “Como si la
hubieran enterrado viva”. La bocina de un auto la interrumpe en sus
pensamientos.
Se levanta de un salto. Un hombre de cabello
cano, desde un modesto Citröen, suena el claxon mirando insistentemente hacia
la casa. Alina corre hacia la puerta. Trabada. Paciencia, Alina. ¿Nunca llegaron a arreglar la cerradura? Pasarán
al menos 15 minutos hasta acertar el truco para abrirla. Al mismo tiempo escucha el
motor del auto que se aleja. Mierda. Busca
en su bolso el móvil para intentar llamar. Inútil. Yace dentro de su cartera
sin batería.
La desesperación empieza a hacer mella en su
habitual indisolubilidad. “Nada puede ser
tan malo, Alina”. Para no achicar su ánimo, hay encontrar algo que hacer. El
cajón. Coloca con cuidado la caja de la muñeca dentro del armario intentando
sondear algún contenido adicional dentro del cajón. Palpa algo. Su posición
actual no le permite explorar más. Decide, entonces, meterse completamente
dentro del armario para mejorar su capacidad de maniobra. Le disgusta la idea
de quedarse completamente encerrada al no poder sostener las puertas con una de
sus piernas…pero… ¿qué más va a hacer estando ya encerrada? Ya lo tiene
mentalizado, le toca dormir allí y al día siguiente, con luz, con ruido, con
más fuerzas y personas circulando por la calle, le será más fácil pedir ayuda. Así,
toda actividad, le suena buena antes de empezar a sentir que la situación se le
va de las manos.
Ya plenamente dentro del armario, de cuclillas
observa de frente el cajón. No puede sacarlo. Está trabado y es demasiado
largo. Sigue metiendo el brazo intentando llegar lo más profundo posible. Una
especie de malla. Logra alcanzarla. Lo que está tocando le asquea. Medias.
Medias nylon usadas. Ásperas. Sucias. Malolientes. Salen tras halarlas, par
tras par, atados entre ellas por nudos, volviéndose una especie de enredadera
infinita que se cuelan trepando encima de sus piernas y brazos. El olor. Podría
jurar que es el olor de la tía Tava. Alina sigue atrayendo hacia sí los
andrajos que parecen no tener fin. “¿Cuándo
te bañas, tía Tava?”, se le viene a la mente Toñito preguntando
ingenuamente. Con aversión, logra arrancar el último jirón que sale liberando tras
de sí el más podrido de los tufos. Se tapa la cara. El mismo olor nauseabundo
de hace algunos minutos. Intenta salir del armario. Las puertas están atascadas.
Son los nervios. Procura respirar. El
aire putrefacto lo ocupa todo. Muy a su pesar llega a sentir pánico. Un pánico
sordo, mudo. Sin embargo, de la misma forma que ya había cedido antes, la
pestilencia se va suavizando hasta casi desaparecer.
Necesita oxígeno, luz. Arranca el cajón con
fuerza. “¡Luego el cajón servirá para
golpear y empujar las puertas!”. Le parece que, dentro del agujero, algo
brilla. Luz en alguna parte. Ladea su cabeza para mirar de qué se trata. A lo
lejos vislumbra la hebilla de un cinturón. Mete la pierna y con el pie, logra atraerlo
hacia sí. La cadena de Pipo. Desconcierto. Trastorno. Caos. Aprieta los
párpados. Entonces recuerda. Mientras la muñeca de Lilia repetía una y otra vez,
una y otra vez… la insoportable canción que a todos enloqueció en sólo un día,
Pipo no paraba de ladrar.
Dolor. Aborrecimiento.
En impulso infantil, junta las manos, temblando. “No voy a sentir más miedo,
tía Gustava”- sostiene en voz alta. Le urge analizar fríamente su situación. “No, gritar, no. No va a servir” y, también,
sí, lo tiene claro, a la tía Gustava le disgusta el ruido….
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