Fuente: El Diario, Perú |
La
veía desde la ventana. Caminaba agitada, balanceando su cuerpo que buscaba
crecer. Me daba la impresión de que iba dando brinquitos a pesar de que ella
misma se esforzaba por sacudirse de cualquier ademán que pudiera parecer
infantil. En aquellos años, sus cabellos eran espejos que reflejaban los rayos
de luz. Yo pretendía cuidarla con mis ojos, siguiendo sus pasos, al menos,
hasta que se perdieran al final de la calle.
Era
el 27 de enero de 1981, hacía 5 días que había empezado el conflicto bélico en
la frontera norte, pocos heridos llegaban a los hospitales y, aunque en la
capital la vida se desarrollaba sin mayores irrupciones en la cotidianidad que
las novedades bélicas en el telediario de la 1 de la tarde, en todas las
instituciones de auxilio: hospitales, bomberos, defensa civil, se percibía una
cierta sensación de emergencia. Daban las 11 30 de la mañana, cuando sonó el
teléfono. La cocina hervía en pleno movimiento y monopolizaba las ocupaciones
de la casa. Esperábamos a Renzo, como todos los días, a la 1 en punto para
almorzar, encender el televisor y seguir la bitácora de la contienda. Pero esa
llamada nos cambió la mecánica del día.
Allí
iba ella, decidida, pisando firme las calles, bamboleando una bolsa blanca en
una mano mientras la otra permanecía firme sosteniendo una cesta. Desde mi
cuarto en la planta alta, descorrí las cortinas blancas que aún olían a jabón
de Marsella, la divisé hasta que cruzó la Avenida Salaverry. Desde ahí debía
caminar 3 cuadras hasta tomar el Parque de los Próceres y atravesarlo entero
para poder encontrase frente a frente con el Rebagliati. No era lejos
ciertamente, pero por alguna razón su salida me ponía nerviosa. Hasta el año
pasado que cumplió 12 había salido siempre acompañada por la muchacha de
servicio. Pero aquel día, después de esa llamada, ante su insistencia y tanta
prisa por llegar a la hora del almuerzo con una comida decente, supuse que
estaba bien dejarla crecer un poco. Le había dado una hora de tiempo para ir y
volver, de lo contrario saldríamos todas: cocinera, nana y yo con la pequeña en
brazos como locas despavoridas a darle el encuentro.
Mi
amiga Margarita Puig, que acudía esos días al Rebagliati como voluntaria extra
ante una posible urgencia por el conflicto fronterizo, llamó diciéndome que
necesitaba ayudar a un pequeñín de 11 años, enfermo, que había llegado de
Ancash con su madre con un diagnóstico de cáncer en los huesos y sin más dinero
que el que los había ayudado a llegar a Lima. Cerré el teléfono. Corrí a mi
cuarto a rebuscar en el cajón de mi ropa interior unos 5000 soles de oro que
venía ahorrando y los metí en un sobre.
Mientras,
la escuchaba subir y bajar ajetreada. Asomé mi cabeza por el pasillo y la vi
sacando de debajo de su colchón un montón de papelitos de chocolatinas de
colores que coleccionaba desde hace tiempo y meterlas en una cajita. Cuando
bajé a la sala, me la encontré parada frente a mí: “Yo voy, yo voy. Ya tengo
edad”, me dijo. Sin esperar mi respuesta, me quitó el sobre que llevaba en la
mano y siguió hasta la cocina para meter varias cucharadas de arroz en una
vianda pequeña, dos pedazos de pollo aún pálido que sacó del sartén
apresuradamente ante los gritos de Victoria. Antes de salir me dijo “¿Me das
500 para comprar un cuaderno y unos lápices de colores en la esquina?”.
Y
se fue…
Habíamos
salido de casa Victoria, Isabel y yo a buscarla cuando la vimos aparecer con un
vaso de mazamorra morada en la mano que seguramente compró con el vuelto de los
500 soles. A partir de ese día volvió todas las tardes durante 4 meses, sin
faltar ni fines de semana ni días festivos, a veces con cuadernos y pinturas, a
veces con libros de cuentos o chuches. Yo la seguía siempre desde la ventana
porque a pesar de que la veía crecer segura de sí, Lima se me estaba volviendo
una ciudad desconocida. Crecía aceleradamente con muchos desplazados desde el
campo en busca de un algo de paz y a ratos daba la impresión de que la ciudad
no daba abasto.
En
ese corto lapso de tiempo todos cambiamos de alguna manera. El 1 de febrero
vimos el conflicto armado terminar sin víctimas mortales de nuestro lado, pero
la sensación de “emergencia” tardó 11 años en desaparecer. En los meses subsiguientes
la violencia recrudeció en la Sierra Central adentrándonos en las páginas más
sangrientas de la historia de este país. Y entre esos sucesos, una tarde, a
mediados de mayo, Bernarda regresó a casa sin saber que esa sería su última
visita al Hospital Rebagliati.
Hoy,
35 años después, no dejo de esperarla en la ventana todos los martes y viernes
que viene a compartir conmigo sus tardes y a ella, a sus 48 años, sus ojos aún
se le llenan de lágrimas cuando habla de él.
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