miércoles, 18 de mayo de 2016

Cuentos Urbanos: Receta ecuatoriana para combatir la nostalgia


Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio

Querida amiga lectora,

Para llevar a cabo esta receta, necesita, primero, salir de su casa. No importa si está triste, tendrá que caminar hasta la tienda de ultramarinos más cercana. Aunque, bien, dependiendo de la parte del mundo en donde esté usted ubicada, el viaje puede resultar más, o menos largo. No vaya en coche, camine.

Si está en Europa, deberá dirigirse a una tienda de inmigrantes “latinos”, chinos, “indianos” o magrebíes. Ahí es donde empezará su receta, en donde los productos huelen propiamente a nostalgia.

Compre 2 plátanos machos o verdes , cabe reiterar que deberán estar “muy verdes”; aceite de soja, girasol o maíz, cualquiera de los antes mencionados va bien; 1 queso fresco, de preferencia de origen sudamericano (Entiéndase Sudamérica como el territorio que va desde Colombia y Venezuela hacia el Sur).

Regrese caminando, notará cómo ahora el retorno es más feliz y esperanzador.

Ya en casa, pele los verdes debajo del grifo, permita que el agua salpique en sus pensamientos y en el plátano, sólo así empieza a desprenderse la cáscara y uno que otro recuerdo.

Una vez retirada la piel, proceda a cortar los plátanos en rebanadas de 1 cm aproximadamente. Sienta como el perfume que se empieza a liberar va removiendo profundas memorias.

En una sartén, caliente ½ vaso de aceite hasta que humee. Coloque uno a uno los pedacitos de verde hasta que el color rosa desaparezca y adquiera un dorado que recuerda al sol del atardecer en un pueblito de pescadores.

El perfume del verde se va liberando. Abra la puerta de la cocina, permita que el olor penetre en cada rincón de su casa. Es un aroma que limpia, espanta los miedos, atrapa pesadillas e incluso entibia el ambiente en las tardes frías.

Una vez dorados, retírelos del fuego y con el bien llamado “culo” de un vaso, aplástelos como si los estuviera pisando. Llévelos al fuego nuevamente en un aceite muy caliente para que se doren nuevamente de lado y lado.

Notará que en este punto el olor se torna irresistible. Puede darles un mordisco, si lo desea, con cuidado de no quemarse; le aconsejo cerrar los ojos para sentir teletransportarse al lugar de sus deseos.

Sálelos y sírvalos calientitos, porque si se enfrían se vuelven duros y pierden su poder curador de nostalgias. Acompáñelos con pedacitos de queso y un café al estilo sudamericano, esto es: mezcladito con agua, no demasiado cargado, de esos que pueden tomarse en la noche y  no quitan el sueño.

Mi recomendación: La mejor forma de tomarlos es a la hora de la puesta de sol, sentada frente a alguna ventana y mirando al sur.

¡Buen Apetito!

Cuentos Urbanos: La Casa de la Familia Abellán

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio


-       Llegamos, señorita Alina. ¿Va a querer que la espere?

Mira embobada por la ventana del Uber. Le cuesta reconocer la casa de sus abuelos en esa fachada restaurada a la mala con parches de cualquier material. Con la mirada busca desesperadamente el número de casa, esperanzada en que los mensajes de su móvil la hubieran distraído al punto de equivocarse de calle, de casa, de atmósfera, pero, un 232 a medio colgar, la obligan a asentir, “Sí, claro, llegamos” – dice entre dientes.

Una niebla baja parece esconderle todo lo conocido. No la recordaba tan espesa – piensa. Los 20 años de nostalgia que la separan de esa calle comienzan a pesarle.

Aprieta con fuerza la manija, en un afán de sostener sus emociones. Se asoma a la ventana, desempañando el vidrio con la manga de la blusa, “¿Cuándo se volvió tan gris?”- susurra. Lo que ve no se parece en nada a los recuerdos que le llegan de golpe, coloreados de rojo por los geranios y las fresas enanas escondidas en las jardineras de la abuela, de verde brillante por las plantas de sedum, también perfumados por el olor de los claveles.

-       Señorita Alina, este barrio no es muy seguro…

Sin escuchar, desciende del carro, con sus zapatos de tacón de aguja, su falda Burberry negra a cuadros y una blusa de seda verde esmeralda que no hacen juego con el entorno circundante. Le llueven también remembranzas en blanco y negro. “Así es como uno mismo elige su destino”- medita con cada paso, hacia la casa paterna. Al compás de esa marcha, se ve a sí misma, a sus padres, a sus tíos, a sus primos, uno a uno, como en un desfile en sepia, ausentarse de esa casa con lágrimas en los ojos y con muchas maletas. Le parece escuchar a su abuela con la voz quebrada “¡El esfuerzo de tu padre!” y a su tío Rodrigo, contestarle como recitando un libreto varias veces repetido: “Este barrio se está dañando, mamá, todos los amigos se están yendo también. Los Pinto, los Naranjo, los Benítez….”

-       Señorita Alina, la espero, entonces…

Mira el reloj, son las 5 10, llega 20 minutos más temprano a la cita con comprador. Duda. Es la primera vez que va al encuentro de la casa de sus ancestros. Te fuiste sin despedir, Alina. “Es mi encuentro, mi ceremonia”.

-       No, Antonio, váyase, gracias, yo pido otro servicio cuando haya terminado.
-       ¿Segura, señorita Alina? Mire que está con maletas…este barrio…
-   Seguro, Antonio. Ayúdeme a bajarlas. Si me las pone en la puerta de adentro, subiendo la escalerita, me doy por servida.

Busca el llavero que le ha dado su madre. El único juego de llaves desde siempre. Las mismas de cuando las escondían para jugarle bromas a las muchachas de servicio. Así era su abuela, le gustaba que todos entraran y salieran de una casa de puertas eternamente abiertas. Sabe de memoria qué llave exactamente meter en un candado tan antiguo como ella misma. Se ha abierto sin necesidad de llave. El óxido ha hecho de las suyas. Un poco avergonzada mira de reojo a Antonio que espera detrás para dejar las maletas dentro de la cerca.

-     Señorita Alina, yo voy a estar por aquí cerca, cuando termine, mejor me llama. Cuidado va a perder su vuelo. ¿A qué hora tiene que estar en el aeropuerto?
-      Gracias por sus cuidados, Antonio. No creo que lo pierda, tengo bastante tiempo. Nos vemos en… 9 días. De todas formas, lo llamo desde Montevideo para confirmarle fecha y hora exactas, ¿sí?
-       Bueno, señorita.

Sube los escalones. Se planta junto a la puerta. Un frío le recorre el cuerpo al ser consciente de que está sola. Se gira buscando la conveniente mirada de alguna vecina indiscreta, de algún niño que, a pesar de la neblina y el frío hubiese decidido lanzarse a la calle. Nadie. Se roza los brazos con ambas manos para desprenderse el frío que se le está pegando. Mira el reloj, 5 15, faltan 15 minutos para que la llegada de su cita. “¿Qué te pasa, Alina? ¿Desde cuándo te da miedo quedarte sola?”

En un atisbo de inseguridad provocado por el respeto escalofriante que le provocan tantas vivencias desdeñadas desde hace tanto, abre la puerta. Tiene la extraña sensación de precipitarse al vacío. Es el efecto del juego de sombras y luces amarillentas que bailan y se deslizan como sábanas flotantes ante sus ojos que tardan eternos segundos en acostumbrarse. El pecho se le oprime. Cualquiera temería encontrarse, en esa casa deshabitada con alguna “presencia”, pero ella le teme más a los espacios vacíos, abandonados, viejos. Siempre ha sido el personaje más simple de la familia, lo que para otros pudieran ser fantasmas, para ella es el simple viento, lo que para otros pudieran ser intrigas, para ella son malos entendidos, pero los pocos minutos que lleva sumergida entre sombras parecen estar llamando a la puerta de esos pequeños temores que todos tenemos prendidos en nuestros cimientos más firmes.

Repentinamente, un olor penetrante. Un aire podrido invade la estancia. Tapándose la nariz, abre la puerta de par en par. Como cuando de niña llegaba corriendo con sus primos a la hora del pan de dulce y la leche con canela. Se marea. Son, el olor a cloaca mezclado con el sonido de las voces de su niñez y el olor a pan que la envuelven casi al mismo tiempo. Su mente la traiciona. Le parece escuchar a lo lejos aquellas risas infantiles retumbando en esas mismas paredes despiadadamente vacías. Sabe que la puerta retrocederá y arremeterá con fuerza. La conoce de memoria. Arrastra, entonces, sus dos maletas, las coloca de soporte en la puerta para que el aire y la luz exteriores puedan circular con amplitud por esa casa cerrada hace demasiado tiempo.

Con apuro tantea en su bolso la forma de estrella de su Thierry Mugler, intentando llenar ese aire descompuesto, lóbrego, con un aroma conocido, especiado, dulzón. Aprovecha para controlar su móvil. Por el insistente bip-bip intuye menos del 5% de batería restante. Busca el interruptor de la luz aunque ya su sexto sentido le ha advertido sobre una posible de falta de electricidad y de todo en medio de tanto abandono. Se consuela pensando que tendrá que hacer todas sus llamadas en la tienda más cercana, esa que conoce desde niña y que, torciendo la segunda esquina, montada en el taxi, celebró para sus adentros que estuviera aún “ahí”.

“¿De dónde viene esa fetidez?”. Entonces se da cuenta de que el hedor ha ido tomando distancia. Huele su ropa comprobando que no haberse habituado al olor sino que éste efectivamente, ha ido menguando. “5 20”, en 10 minutos llegará el cliente, “¿podrá percibir ese olor? ¿y ese frío que ha ido cual dominó, empañado uno a uno los cristales?”. La neblina se adueña poco a poco de la casa aprovechando la generosidad de esa puerta que hace tiempo no se abría a nadie. “¡No es posible que la venta se frustre por el olor y este frío!”- refunfuñaLa gestión de la venta de la casa no había sido nada sencilla. Tuvo a mal tomar en sus manos esa responsabilidad, como tributo a la memoria de su abuelo, pero le había tocado lidiar, no sólo con el ir y venir de opiniones cruzadas y un larguísimo historial de discusiones familiares, “¡si no también con esto, ahora!”.

Resuelta, toma el frasco de perfume como quien empuña un arma. Pero se para en seco. Vuelve a dudar. Un frío le recorre la espalda. “Esto es más propio de mis padres…tan supersticiosos ellos…no de ti, Alina”. Si su padre estuviera allí seguro ya habría dicho “Ese olor es del otro mundo, se siente pesada la casa”. Sí, se siente pesada. Se coloca un poco de perfume en la muñeca, buscando devolver el equilibrio a su personalidad inalterable. “¡Malos espíritus, papá!, en esta casa el único mal espíritu fue siempre la tía Tava – se ríe - que no estaba contenta con nada y renegaba, y rezongaba, y no le gustaba el ruido”- dice en voz alta, buscando desafiar a esos recuerdos grises que están empezando lloviznarle, aprovecha para recordar a la pobre tía Tava batiéndose con las jugarretas que solían echarle sus primos y ella.

Desde el marco de la puerta, observa una de las habitaciones. Explora en su cartera por alguna cajita olvidada de fósforos de su ya lejana época de cigarrillos. Nada. Menea la nariz. No. Ningún olor, lo único inquietante es el continuo danzar de las sombras. La habitación no le trae buenos recuerdos, allí les dieron a los niños la noticia de la muerte de Toñito, sentados en la cama litera, unos arriba, otros abajo, acomodados en orden de estatura, todos calladitos y con la mirada gacha, sin entender lo que les decían. Todavía no entiende. ¿Cómo la vida de Toñito se diluyó en esa tarde? Luego fue Clarita… En esa habitación, los recuerdos le caen como granizo, golpeando, mojando y enfriando al mismo tiempo. Ella no es así. Se sacude mirando el reloj: “5 25”.

Recuerda que debe inspeccionar la casa antes de la llegada del interesado, “no sea que el mal olor vuelva cuando estemos a punto de cerrar la venta”. Camina por el largo pasillo que une la cocina con el comedor y los dos salones principales. El camino se le hace inacabable. Le pesan los pasos. “El respeto a la oscuridad”, diría su madre. Ante a ella, la escalera de caracol blanca. Inhala. Le queda sólo por revisar el cuarto de arriba, el de la Tía Tava. ¿Qué cara pondrías, Tía Tava? al ver que la audaz y osada Alinita se va a colar en tu habitación para husmear en tus dominios.

Sube las escaleras. Por reflejo, cierra los ojos y se agarra al pasamanos gris, como cuando era pequeña. Cuenta los escalones. ¡27! Abre los ojos. Se turba. Se encuentra con su silueta, parada, descompuesta y ojerosa, en el segundo piso. ¡Cómo es posible que el espejo  estuviera aún allí! La casa se encuentra completamente vacía y el espejo perpetuo, en su sitio, esperando al final de la escalera. De niños, subían agarrados uno de la camiseta del otro, con los ojos cerrados, contando. Y al llegar a 27, corrían como almas descarriadas hasta quedarse lejos del alcance del espejo. Siente el corazón acelerado. Una experiencia ciertamente desagradable - se repite.

Tropieza, entonces, con el cuarto de la tía Tava. La neblina se ha apoderado también de ese espacio, dejando la habitación sumergida en el espeso vaho. El armario de esa madera finita, clara, todavía está. De allí sacaba la tía Tava los chocolates y las galletas que les daba a cuenta gotas, en esos días en que se apiadaba de los niños. Les pedía esperar fuera, “¡callados, a mí no me gusta el ruido! Si no, no les doy nada, ¡carajo!”, pero ellos la veían por esa puerta entreabierta, cómo se agachaba, luego metía todo el cuerpo, escarbaba en el armario, cerca de la zapatera y sacaba puñados de galletas y chocolates.

No puede resistirse. La Alina pequeñita de aquellos años la obliga a rendirse a la curiosidad. Abre la puerta del armario. Se agacha. Esta todo tan oscuro dentro, que es sólo su mano la que adivina las formas. Toca la pared, acariciándola cautamente, topándose de pronto con la empuñadura de un cajón. “¿un cajón en la pared?”, hala fuerte, se ve obligada a meter todo el cuerpo. Ahora entiende el ritual. No es posible hacerlo de otro modo. Logra abrir el cajón. Vacío. Sus manos siguen explorando a tientas ese cajón que parece no tener fin, largo, muy largo. “¿A dónde va a parar este cajón?, tiene que adentrarse en la pared, de otro modo, no sería posible”. Mete el brazo hasta la axila cuando inesperadamente sus dedos alcanzan algo. Una caja. Introduce aún más el cuerpo en el armario para meter el otro brazo y hacerse con la caja. Retrocede el cuerpo. Se hace espacio para salir a constatar el contenido. Entonces, un estruendo la espanta. Una ráfaga de viento sube por las escaleras cerrando de golpe la puerta de la estancia. Salta hacia la ventana sólo para constatar que 2 muchachillos del barrio, escondidos tras sus capuchas, atraviesan la calle con sus dos maletas. Se le para el corazón. ¡Cómo eres tan descuidada, Alina! Mira el reloj, “5 30”, su contacto debe estar por llegar.

Irritada consigo misma, dirige su mirada distraídamente hacia la caja. Lo que descubre la trastorna. La caja cae al suelo. “No”. Se arrodilla. Encerrada en una caja casi nueva, una pequeña muñeca. “La muñeca de Lilia”. Se sienta. No se encuentra bien. Esa hora. Esa niebla. Esa muñeca. Los recuerdos.

Era 26 de diciembre, su prima Lilia, un año menor que ella, bajaba corriendo las escaleras gritando que se había perdido su muñeca, el regalo de navidad del abuelo. Revolvieron la casa completa, acusaron a Lilia de haberla llevado al parque, cosa que negó jurando por el abuelo. No apareció. Alina se encoge al seguir recordando. La muñeca de Lilia dejó de importar horas después, cuando Pipo desapareció. En el afán de buscar la bendita muñeca, alguien dejó la puerta de la cancela abierta y su perrito escapó, arrastrando su correa de paseo. Sentada allí sola, rodeada de niebla y de nadie, casi puede experimentar la misma opresión de aquel día. Ahora la muñeca allí. Completamente nueva, en su caja original. “Como si la hubieran enterrado viva”. La bocina de un auto la interrumpe en sus pensamientos.

Se levanta de un salto. Un hombre de cabello cano, desde un modesto Citröen, suena el claxon mirando insistentemente hacia la casa. Alina corre hacia la puerta. Trabada. Paciencia, Alina. ¿Nunca llegaron a arreglar la cerradura? Pasarán al menos 15 minutos hasta acertar el  truco para abrirla. Al mismo tiempo escucha el motor del auto que se aleja. Mierda. Busca en su bolso el móvil para intentar llamar. Inútil. Yace dentro de su cartera sin batería.

La desesperación empieza a hacer mella en su habitual indisolubilidad. “Nada puede ser tan malo, Alina”. Para no achicar su ánimo, hay encontrar algo que hacer. El cajón. Coloca con cuidado la caja de la muñeca dentro del armario intentando sondear algún contenido adicional dentro del cajón. Palpa algo. Su posición actual no le permite explorar más. Decide, entonces, meterse completamente dentro del armario para mejorar su capacidad de maniobra. Le disgusta la idea de quedarse completamente encerrada al no poder sostener las puertas con una de sus piernas…pero… ¿qué más va a hacer estando ya encerrada? Ya lo tiene mentalizado, le toca dormir allí y al día siguiente, con luz, con ruido, con más fuerzas y personas circulando por la calle, le será más fácil pedir ayuda. Así, toda actividad, le suena buena antes de empezar a sentir que la situación se le va de las manos.

Ya plenamente dentro del armario, de cuclillas observa de frente el cajón. No puede sacarlo. Está trabado y es demasiado largo. Sigue metiendo el brazo intentando llegar lo más profundo posible. Una especie de malla. Logra alcanzarla. Lo que está tocando le asquea. Medias. Medias nylon usadas. Ásperas. Sucias. Malolientes. Salen tras halarlas, par tras par, atados entre ellas por nudos, volviéndose una especie de enredadera infinita que se cuelan trepando encima de sus piernas y brazos. El olor. Podría jurar que es el olor de la tía Tava. Alina sigue atrayendo hacia sí los andrajos que parecen no tener fin. “¿Cuándo te bañas, tía Tava?”, se le viene a la mente Toñito preguntando ingenuamente. Con aversión, logra arrancar el último jirón que sale liberando tras de sí el más podrido de los tufos. Se tapa la cara. El mismo olor nauseabundo de hace algunos minutos. Intenta salir del armario. Las puertas están atascadas. Son los nervios. Procura respirar. El aire putrefacto lo ocupa todo. Muy a su pesar llega a sentir pánico. Un pánico sordo, mudo. Sin embargo, de la misma forma que ya había cedido antes, la pestilencia se va suavizando hasta casi desaparecer.

Necesita oxígeno, luz. Arranca el cajón con fuerza. “¡Luego el cajón servirá para golpear y empujar las puertas!”. Le parece que, dentro del agujero, algo brilla. Luz en alguna parte. Ladea su cabeza para mirar de qué se trata. A lo lejos vislumbra la hebilla de un cinturón. Mete la pierna y con el pie, logra atraerlo hacia sí. La cadena de Pipo. Desconcierto. Trastorno. Caos. Aprieta los párpados. Entonces recuerda. Mientras la muñeca de Lilia repetía una y otra vez, una y otra vez… la insoportable canción que a todos enloqueció en sólo un día, Pipo no paraba de ladrar.

Dolor. Aborrecimiento.

En impulso infantil, junta las manos, temblando. “No voy a sentir más miedo, tía Gustava”- sostiene en voz alta. Le urge analizar fríamente su situación. “No, gritar, no. No va a servir” y, también, sí, lo tiene claro, a la tía Gustava le disgusta el ruido….



Cuentos Urbanos: Una historia sin papeles

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio

Ruido. Lo que viene a su mente está vestido de ruido. Ruido de tapas golpeando contra las ollas en la prisa de unas manos ocupadas, el ruido del anuncio de Alka Seltzer en la radio, ruido de ventanas abiertas, ruido de pasos que vienen o van, que se encuentran o se desencuentran. Hasta la luz hace ruido. Ruido de voces, ruido de risas. Eso. Si alguien se atreviera a pedirle a él, que no es nadie, una definición de felicidad, diría eso: mucho ruido.

Eusebio Natera abre los ojos, la luz ya no hace ruido. Es una luz blanquecina, sobre paredes blanquecinas. ¿Cuándo cesó el ruido? Algo en su cabeza se atreve a calcular 64 años de silencio y “¡todavía no te acomodás, Chico Natera!”, logra reprocharse.

Se acomoda de nuevo en sus ojos cerrados. El ruido que más recuerda es el de la cocina, un ruido negro con blanco, del color de las baldosas acomodadas cual tablero de ajedrez y de las patronas mezcladas con las sirvientas en el único lugar de esa casa en donde las negras tenían la última palabra. Cuando calló la cocina calló su vida.

Cinco años tenía cuando su mamá murió. Los patrones se plantearon, al inicio, qué hacer con él y decidieron “quedárselo” por cariño y para los recados. Así creció, al calor de los fogones de la cocina, pateando calles entre mandado y mandado, escondiéndose detrás de los tamarindos para comerse el mejor de los mangos robado de la cesta de los postres. Le gustaba pasearse por los pasillos crujientes de la casa grande y ante los gritos exagerados de la negra Marcelina, encontraba la mano cariñosa de la patrona sobre su esponjosa cabeza, que sin decir nada le concedía el más selecto visado para continuar despreocupadamente su recorrido.

Pero un día los sonidos callaron. Quedó todo colgado en el aire, tal vez en el tiempo. Varias veces en su vida, no muchas, regresó a aquella casa grande, aún hoy rodeada de tamarindos y le parecía que todo estaba como suspendido, sostenido en el suspiro que lanzó la patrona antes de subir al automóvil que la esperaba.

Entre sueños escucha cerrarse la puerta del coche. No es capaz de mantenerse despierto mucho tiempo y más porque le ha dado por eso de cerrar los ojos. “Pero, ¿qué más vais a hacer, Chico Natera?” ¿En qué podría estar gastando su tiempo? Una mujer vestida de blanco entra a su habitación, le cuesta hacer ese tipo de memoria, pero recuerda que le han preguntado por su familia y entonces, solo, ante la amenaza de aquella enfermera caminando hacia él, hace lo único que le apetece hacer, cierra los ojos.

Desde el día en que partió la patrona, le quedó la sensación de haberse vuelto invisible. Poco a poco fue callando la casa entera, se fue llenando de telarañas y solo quedo él y un montón de hojas, verdes al principio, acumuladas en la gran entrada de la casa. Pasaron varios días, no es capaz de recordar cuántos, sentado en la entrada principal, pisando hojas secas, entrando y saliendo de la casa con un ratón más, esperando que alguien volviera.

Desde ahí el silencio, que nunca más se fue.

El hambre lo obligó a salir. Seguía haciendo recados en el día y volvía en la noche a dormir entre los descuidados jardines de la casa grande. Y así se le pasó la vida. Cuando cumplió 16 decidió que ya nadie volvería y se fue también.
¿Qué siguió?, se pregunta mientras abre los ojos por reflejo. Paredes, muros sucios, grafitti flotando cual largos fantasmas callejeros, bolsas de basura y un corredor infinito de calles oscuras que caminó elevado en sus memorias, como única compañía. Lo absorbió la calle. No lo tenía planeado, pero se dejó porque se dio cuenta de que no tenía más planes. Hoy no sabe decirse en dónde pasaba los días, de las noches sí, sí se acuerda claramente.

Le es más fácil recordar la noche porque le gusta tener los ojos cerrados. Desde que la Casa Grande dejó de ser su hogar y dejó de verse rodeado por esa cerca verde de metal que envolvía los jardines y a él mismo, no le interesa más el día. Eligió vivir en la noche porque podía imaginar mejor. A veces, recuerda, abría los ojos y le parecía seguir dormido, otras deambulaba por las calles simulando ser ciego, pensando que detrás de la espesa oscuridad encontraría un final más parecido al que alguna vez dibujó para él. El nacimiento del día le derrumbaba las creencias pero volvía a empezar en cada puesta del sol, como un pulgarcito siguiendo las primeras migas de pan para encontrar el camino a casa. 47 años en la calle.

Siete décadas a resumir en silencio.

Ingresó al Hospital General José Muñiz Amador con 70 años, hace 1 mes, por una contusión seria en la cabeza. Al momento de su ingreso sólo alcanzó a decirles a los médicos “Soy Eusebio Natera sin número de identidad” mientras se iba desvaneciendo. Recuerda que entre sueños le preguntaron “¿A quién debemos avisar?” y ahí es cuando le quitaron de cuajo las ganas de volver a hablar. Se convirtió en el segundo paciente olvidado de la sala de cuidados intensivos del José M. Amador.

Piden los doctores que les cuente que el día que llegó al hospital vestía jean azul y camiseta kaki, todo viejo, que tiene el alta hospitalaria y que si alguien lo conoce que avise a sus familiares o acuda al Departamento de Trabajo Social[i] del Hospital General.




[i] Diario El Universo, Sección Noticias, Jueves 7 abril 2016. “Olvido de familias afecta a 2 pacientes”