lunes, 10 de julio de 2023

Carmen

 


Baja con prisa por la calle Tetuán. Con la prisa que sus noventa años recién cumplidos le permiten. Hace cinco meses que falleció la mujer con la que compartió sus últimos setenta y seis años. No conoce otra vida, no se acostumbra su nueva libertad. Por eso la prisa, porque, aunque hoy no hay por qué correr, el combustible que le puso a su vida con ella continúa quemando. Va hacia San Ginés, ¿desde cuándo queda tan lejos?, setenta y seis años yendo a la misma misa todos los días y cada año parece que se le aleja un poco más. Tiene que hablar con el párroco para ordenar la misa de seis meses. No es tan urgente, pero debe hacerlo ese mismo día antes de que su cadera se le ponga más pesada y luego alguien de la familia tome la posta haciéndola sentir más inútil.

Todo se agita y ya es incapaz de llevar el compás ¿Desde cuándo camino en cámara lenta? -piensa, mientras intenta imitar a los pasantes de la calle Arenal. Hace cincuenta años, recuerda, el ritmo era otro. Las imágenes le llegan en sepia, gente ensombrerada entrando y saliendo de los pequeños bares a la hora del vermut. Tantas veces la habrá acompañado a ella a sus reuniones tintadas de intelectualidad, testigo muda de un círculo social que frecuentó por siete décadas y que no pudo sentir suyo. Cada paso nuevo desgarra un recuerdo como le viene sucediendo desde septiembre en que ella se marchó. En todas sus memorias está ella, le cuesta encontrar recuerdos anteriores. Mi hermana, piensa... mi jefa – se desdice, la niña de la casa hasta su último segundo de vida – reflexiona. No pensé que la echaría tanto de menos, mucha vida, mucha vida– analiza y agita la cabeza mientras sigue su paso.

Se para frente a la vidriera de ese negocio nuevo de turrones que han colocado en una esquina. “Turrones para extranjero, más gente en el centro de Madrid, ¡así no se puede vivir!”. Recuerda sus serios veinte años, caminaba por la calle Preciados agitando la cesta de la compra sin tener que pedir paso a ningún transeúnte, saludando con los dueños de todos los comercios circundantes, encontrando siempre caras familiares que con el más conocido de los acentos le devolvían un “¡Hasssta lueggggooo!”, con la s y la g bien marcadas en buen “madrileño”.  Ahora, es distinto. Desde hace años se encuentra foránea y ahora más foránea sin ella; le echa la culpa al Corte Inglés, al Madrid* y a la bendita costumbre esa de comerse las uvas del año nuevo en la Puerta del Sol. Desde las fiestas de la Inmaculada, el barrio se vuelve insoportable- va pensando, “ya no soy capaz de conocer a nadie” y recuerda que incluso el semblante tan típico del madrileño “moreno, recio” ha ido convirtiéndose en un desfile de razas y de acentos incomprensibles que en su cabeza se enmarañan generándole demasiado ruido. Habla sola, como rezando: “Ya ni siquiera el invierno trae el silencio, la Puerta del Sol es un hervidero en toda época del año”, sigue caminando y siente que hasta los olores le son desconocidos, el tradicional olor a castañas asadas del invierno madrileño de toda su vida se le mezclan con olor a waffles, a pizza y a  comida rápida, “Tal vez sí, sea hora, hoy que ella no está más, de volver al pueblo”.  

Pasa cerca de la Chocolatería San Ginés, mira de reojo una mesita esquinera junto a la barra en donde hace tantos años, cuando Madrid era Madrid, se sentaba con ella a comer churros a la salida de misa. Hace tanto tiempo. Dejaron de ir porque ya no había espacio para los vecinos, las mesitas en la terraza para los turistas les ganaron hasta en el clima más frío a las encantadoras mesitas de dentro. A pocos pasos de la parroquia, se detiene en seco, asustada, mira el portón de la iglesia, un sudor frío le recorre por la frente: “Me he quedado viuda” – reflexiona sin más y al tiempo se santigua ante tamaña barbaridad que le ha venido a la mente. Y mientras otro gesto en cruz marca un nuevo rápido recorrido reconoce que no es la primera vez que lo piensa.

(*Se refiere al Real Madrid)

martes, 18 de abril de 2023

Déjame que te cuente, pequeña

 


        Pensar en dónde iniciar este relato no ha sido fácil. Encontrar el momento de los momentos, ese que describe quién soy desde la esencia y la atemporalidad, ha requerido que pase las páginas de los más de quince mil setecientos treinta y un días que llevo en mis memorias tan velozmente como se mueven las páginas de los cómics en las pantallas de inicio de las películas de Marvel. Para encontrar el inicio de nuestra historia, la mente me ha llevado a un pequeño recodo de recuerdo que quizás pudiera ser el que enlace a la niña que era y a tu mamá.

Tenía 11 años cumplidos hacía un mes o un poco más. Había salido de vacaciones dos meses antes y en esas tardes de invierno ochentero, a punta de ventilador, en que Guayaquil se volvía una olla de agua en ebullición, buscaba algo que me alejara un rato de la adictiva programación de Ecuavisa. El masoquismo de alejarme de aquella insipiente tecnología que mis padres criticaban con severidad injustificada hallaba explicación en mi capacidad para reproducir en mi mente las voces de mis padres que, anticipándose a mis movimientos, me advertían sobre tal o cual cosa justo en el momento en el que pretendía creerme grande, y que incluso ahora, las mantengo advenedizas, sobrevivientes al naufragio de los días de infancia, guiándome como antaño. En mi cabeza escuchaba a mi mamá saliendo con sus tacos al trabajo "que no me levante tan tarde, que me ponga a hacer algo útil, que no me dedique a estar solo acostada comiendo galletas Ritz, jugando a las barbies o viendo la caja boba".

A medida que voy escribiendo y los recuerdos van cuadrándose ante mí como soldaditos a la espera de instrucciones de uso, voy desgranando las ironías del tiempo. Hoy mi mamá, a quien jamás vi delante de un televisor salvo para ver el noticiero de medio día de Teleamazonas, se deja seducir por Netflix, llama "Smart" a la entonces caja tonta y, por herencia política, no se cansa de repetir el repelús que le supone el bendito canal 5.

Puedo contarte que esas fueron las últimas vacaciones en las que jugué con mis barbies. Me pregunto cuándo fue el último día que las devolví a la repisa después de jugar con ellas y nunca más las moví. Me había hecho el propósito de que, al iniciar el 6to grado, último año de escuela, se acabarían las barbies, como una suerte de férrea disciplina que trataba de impartirme a mí misma. Siempre trataba de mantener la rigurosidad en mi vida, por el simple miedo a que todo se me saliera de las manos, tenía terror a no saber manejar las cosas en el mundo real. La escuela, por eso, me resultaba cómoda, porque era predecible: su horario de entrada, el ritual del uniforme, la hora de sentarse a hacer los deberes después de comer.

Mi productividad, en aquellos días, me la medía en función de mis tareas.  Había cumplido mi meta si terminaba justo cuando empezaba la novela de las 6 o, si la tarea había sido muy larga, podía prolongarme sólo hasta las 6 30. No me era fácil entender cómo vivían los adultos sin incluir un horario de clases o el diario escolar en sus rutinas. Me repetía que cuando fuera grande iba a seguir manteniendo mi diario escolar y me haría un “horario de clases”. Allí nació mi relación inseparable con las agendas y con el organizador de Outlook que les ponen el tinte escolar a mis labores de adulta.

En aquellas vacaciones fue cuando decidí empezar a crecer. Me propuse organizarme correctamente. Me coloqué un horario vacacional. Levantarme a las 8. Desayunar el lunes tostada de queso, el martes cornflakes, el miércoles tostadas con miel y batido de guineo. A las 9 ver Rinconcito con mi hermana. A las 10 ver Comic Strips. A las 10 30 tomar el té de menta que me traía mi abuelita Esmeralda; así sucesivamente, hasta que daban las 12 30 en que mi mamá regresaba a almorzar y todo tenía que estar en perfecto orden para que no levantara en exceso las cejas y empezara el taca tacatá de la retahíla de frases que ninguno quería escuchar. A la 1 almorzar. A la 1 30 ver el Show de Bernard mientras despedía con ansias a mi mamá que regresaba al trabajo, para poder sentarme con mi abuelita a ver clandestinamente la novela de las 2.

Mi papá había prohibido "terminantemente" que yo tuviera contacto con las telenovelas. Ironías del tiempo también, cuando te escucho decir que tus pocos recuerdos de telenovelas las tienes al lado de tu abuelo y del canal de Las Estrellas. Pero esas vacaciones daban la Dama de Rosa y era imposible ser obediente en ese particular aspecto. Con la complicidad de mi abuelita, nos sentábamos todas las tardes en el cuarto de mis papás a ver la mejor telenovela de la historia de la humanidad y que hacía que valiera la pena pasar por desobediente.

Después, continuaba mi horario establecido, de 3 a 4, leer. En aquellas vacaciones leí "María” de Jorge Isaacs que fue un regalo de mi abuelita Laura. De María se me quedó para siempre esa naturaleza medio trágica para entender ciertas cosas de la vida. El horario de 4 a 6 era mi mayor problema, o me sentaba a ver Jayce y los Guerreros Rodantes y los Thundercats y Ulises 31 y ya perdía toda la tarde o me inventaba algo para callar las voces de mis padres en mi cabeza.

Entonces, esa tarde, recordé que tenía guardada todavía, mi caja de costura de la escuela. En quinto grado nos habían enseñado a tejer con croché, me había sobrado lana, una linda lana brillante y decidí asignar una hora para tejer. Pensé que las abuelitas siempre estaban tejiendo ropa de bebé, así que empecé a tejer unos escarpines sin tener la menor idea de cuál iba a ser el resultado final. Con ilusión, desde ese momento, punto a punto, adoptaba el aire serio de persona que teje y no ve los dibujos animados de la tarde.

Llegada la hora de tejer, durante el tiempo que duraron esas vacaciones de 1988, prendía mi grabadora Sanyo plateada para que la música me acompañara mientras iba dándole forma al impredecible tejido.

Ese año empecé a sintonizar fielmente I99 e infielmente 96.5 Stéreo y 11Q. Cada emisora tenía un estilo diferente y un locutor que las identificaba. Eran cosas que en aquella época importaban para comentar con las amigas ¿la voz de qué locutor te gusta? ¿Cuál es tu programa favorito de la radio? Todas empezábamos ya a jactarnos de que nuestros programas y locutores favoritos estaban en horarios en los que los demás dormían y como testimonio de nuestros primeros desvelos, comentábamos y contrastábamos lo que habían dicho los locutores a la 1 de la madrugada o sobre el set de hits románticos sin locución que, a altas horas de la noche, nos había permitido grabar sin interrupciones casi todo el lado de un cassette.

La programación de las tardes era distinta, menos romántica, más moderna, pero mis tardes eran más de rock latino proveniente de un cassette que mi mamá había mandado a recopilar para mí en el estudio de grabación de su trabajo. Meses antes, con apenas 10 años, gracias a ese cassette gris transparente con etiqueta azul, mi mamá puso en mis manos a Ilegales de España, Gustavo Cerati se colaba en mi cuarto endulzando las puntadas de mi croché con las sagradas notas de Soda Stereo, música que yo defendía ante mis amigas que tenían gustos un poco más ligeros como Fandango, Flans o Timbiriche.

Fue así como en ese mes sobrante que me quedaba de vacaciones, entre la música de Soda y Depeche, Enanitos Verdes, poco antes de entrar a clases en mayo de 1988, el tiempo y mi poca destreza me alcanzaron para tejer a penas un escarpín.

Uff, los recuerdos me llegan de pronto a borbotones, desordenados, estimulados por Signos y Strangelove que puse en la cola de reproducción. Me llevan despacio por el recorrido de mi expreso escolar por el sur de la ciudad, pasando por el Top Cream de los Almendros, volviendo al olor de cacao tostado de la Domingo Comín a la altura de La Universal, viendo a lo lejos la Selvita de La Saiba y finalmente cruzando la calle hacia la panadería de El Oro y Rosa Borja de Icaza, diagonal al Banco del Pacífico en donde vendían las milhojas más ricas de todas las milhojas y que no he vuelto a probar.

En esos primeros días de mayo coloqué en mi calendario mi primer "red day", como lo bauticé e inicié la eterna cuenta de 28 días en 28 días. No sé si fue coincidencia de fechas o un encaje perfecto de piezas fisiológicas y psicológicas, pero al terminar de tejer ese escarpín rectangular que no quedó delicado como suelen quedarles a las abuelitas, lo miré y el corazón se me hizo chiquito, lo miré nuevamente, sorprendida porque de pronto caí en cuenta de que un día sería mamá, respiré y juro que pensé "algún día, le contaré a mi hija - no me imaginé un niño - que esta fue la primera vez que pensé en ella".

                Con ese pensamiento, volví a mi caja de costura, busqué una cinta finita color concho de vino, la pasé por donde las puntadas estaban menos apretadas para que el escarpín adquiriera de forma postiza esa delicadeza que yo no le había dado, lo coloqué dentro de una cajita de madera de chocolates Bíos, con la convicción de que lo guardaría para siempre para enseñárselo a una linda niña a la que algún día seguramente le contaría esta historia.

Las múltiples mudanzas, la fragilidad de la mente y los infinitos momentos que uno va apilando en la memoria, escondieron mi escarpín, pero esa hojeada rápida a mis recuerdos, sostenida por la música en mi Spotify, reseteó la máquina del tiempo hasta ubicarme de la forma más natural entre esos días y pude llegar a ese momento en el que la niña de 11 años que todavía se creía la Mujer Maravilla convergió, por un instante, con la mamá de la pequeña Elisa.

Algún día te sucederá a ti. Te subirás en alguna canción, volverás a estos lugares que quizás serán, a ese punto, parte de tu pasado. Desde el lugar del mundo en el que te encuentres, volverás a recorrer las calles de tu Guayaquil, escucharás a lo lejos la voz de tu mamá llamándote “Elisaaaaaaaaa, ¡ven acá!" y en ese momento sabrás que cuando alguien te pregunte ¿Quién eres?, para responder correctamente sólo deberás rebuscar en tus recuerdos, regresar en el tiempo, porque aunque la vida pasa veloz, atropelladamente, personas como tú y yo, nunca dejan de ser una chiquilla capaz de ver el mundo con los mismos ojos de los dulces años de infancia.

Guayaquil, 5 de abril de 2023

martes, 26 de febrero de 2019

El último viaje a casa

Hace una semana amanezco dando la espalda a esta torre que ha sido el paisaje que escogí hace 15 años para vivir mi vida de hombre hecho y derecho. En un piso 18, decidí no tener cortinas, esperando que al abrir los ojos Tokio invadiera la estancia para no dejar cabida a ninguna nostalgia mal acomodada. Pero hoy, echo en falta las cortinas. Cerrar los ojos no me basta para dar cabida a los recuerdos de ese último viaje. Necesito un cuarto más grande. Una ciudad entera. 15 años más.
Ella ya no está. Eran las 8h07 cuando llamaron. Desde ese momento, mi habitación se volvió un parque temático lleno de montañas rusas, norias, casas embrujadas y payasos sin gracia. ¿Cuánto falta para que vuelva a anochecer?
Hace un mes decidí emprender un viaje premeditadamente postergado por más de una década. La visita de un conocido de antaño, me ayudó a colocar las piezas que le faltaban a las razones de mi viaje: “Todo está muy cambiado, deberías ir”, me dijo al saludarme. Luego, al despedirse, haciendo una pausa larga, me dijo: “Mentira. Todo está igual, deberías ir”.
Después de mucho pensar, me vi de pronto recorriendo esa carretera nueva que no conocía, que parece estar en continuo desafío con el mar. Sentado al volante del coche de alquiler, vi colocadas al lado izquierdo, las mismas casitas, los mismos carteles con publicidad de los años 90 que me sorprendieron recitándolos de memoria y me extrañó que la construcción de esa carretera no se los hubiera llevado por delante. Por el lado derecho, me enceguecí con un azul penetrante. Mar y más mar. Las mismas olas que me sabía de memoria. Llevaba poco equipaje: cuatro camisas de manga corta, cuatro pantalones de vestir, dos camisetas, dos pantaloncillos. unas chanclas y un par de mocasines. Una muda bastante conveniente para justificar lo corto de mi estadía.
Así, mientras iba pensando en mi coartada de escape, notaba como mis pensamientos se deslizaban como las ruedas del coche, a 100 km por hora, por esa vía de vientos salados que se abría en cámara lenta a pesar de la velocidad, permitiendo mi entrada a ese mundo de cielo pálido que imperceptiblemente se va mezclando con el mar, justo en el punto exacto de respeto a la lógica.
A ese punto de mi viaje, daban las 10h00 de la mañana. Después de 20 horas de vuelo entre varias escalas, había aterrizado a las 5h00 de la mañana en Guayaquil. Mientras la ciudad empezaba a inundarse de luz y calor, tomé con un café, un tanto de valor para acercarme hasta las diversas oficinas de alquiler de coches. Escogí uno que me permitiera reconciliarme con mi consciencia, uno pequeño, poco vistoso y a las 7h30, mirando el Google Maps, decidí tomar el camino más largo hacia San Pablo, para empezar mi verdadero viaje.
Si mis cálculos eran aún correctos, la hora del panel del coche, indicaba que estaba a poco de llegar.
Tenía que parar para estira las piernas. Me paré justo en ese punto que conocía tanto. Allí la playa lo llena todo, sin casitas curiosas frente al mar. Sólo la playa, el mar y yo. Dejé que el viento volviera a peinarme al estilo de antaño. Miré dentro de ese mar que domé cual toro salvaje con un pequeña tablita de balsa que me regalaron los pescadores en unos de mis cumpleaños. Dejé entrar en mis pensamientos la sal que se resbala en el aire y caminé hasta la orilla para dejarme lamer los pies. Encontré la misma tibieza en esas aguas que hasta los pescadores respetan como a un imprevisible dios pero que conmigo siempre fueron las amigas más amables.
Y allí estuve por varios minutos.
Subí al coche. Ya nada se atravesó en mi camino. En menos de 8 minutos tuve nuevamente ante mí, esa plaza para fiestas comunales con su pequeña glorieta hacia el mar, un poco rejuvenecida, pero la misma. Algo se me arrugó por dentro al ver las barcas de los pescadores en la orilla. En un momento de poca lucidez hasta me parecieron, también, las mismas.
Allí dejé el coche, aparcado discretamente junto a un carrito de helados. Necesitaba hacer el recorrido a pie. No sé si para revivir los caminos olvidados o para dilatar el momento. Subí por esa calle polvorienta y por más que traté y trato ahora, no logré imaginarla pavimentada.
Embutido en mi chándal de viaje, me sentía sumergido en una burbuja de humedad, temblores y arena. Las mismas caras bastante envejecidas. Los mismos niños con narices más grandes y tamaño de adolescentes.
Imaginé que alguien habría alertado ya de mi presencia.
Torcí a la izquierda. Me encontré. Me quedé parado al inicio de la calle, mirando a aquel niño de pantalones cortos e ideas sencillas que, de la nada, emergió y salió corriendo sin mi permiso. Tan claro como aquel mismísimo momento, lo vi correr hacia esa fachada gastada, tocar la puerta con ansias, pidiendo un “maduro lampreado”(1) porque se moría de hambre. Alguien debió haber escuchado los golpes porque la puerta empezó a a abrirse tímidamente.
Así, soportando el calor que empezó a bañarme y unos golpecitos que venían desde el interior, la vi aparecer. Lo que se me hubiera arrugado, se me desarrugó. Pude descubrir debajo de esos cabellos blancos, nuevos para mí, de esas manos más manchadas y arrugadas, que se abrían paso como hurgando en las ranuras de la madera, los mismos ojos de mi entera existencia.
Con una voz silenciosa, rumiante, al tiempo que me acariciaba y desmembraba con su presencia 15 años de practicidad y ausencia, me susurró: “Sólo te estaba esperando”.
Desde esta cama fría de este Tokio frío, me acurruco en los recodos de ese último viaje a esa casa llena de ella, tratando de sacudirme de esa llamada de las 8h07. Mañana estaré mejor. Supongo.
Tokio… Fuente
Carretera…
Mar…
Pescadores…
Puerta…
(1) Maduro Lampreado. Fuente

Llévame contigo a jugar

En mi afán de buscar un punto de partida, ese santiamén determinante en el que se tuerce o se acomoda el destino, me sumergí, acompañada de mi madre en esas conversaciones hasta las 3 de la mañana, en la historia que a continuación voy a relatar.
Corrían los años 20 en la efervescente ciudad de Quito, sus calles de empedrado colonial se agitaban ante los vientos revolucionarios de 1925. Con las nuevas ideas desfilaban nuevas gentes, nuevas figuras políticas que se convertían en el centro de atención de la curiosa y siempre elegante sociedad quiteña que a pesar de la crisis económica que golpeaba desde hace años el país, continuaba vistiendo abrigos de piel para asistir entusiasta a la diversidad de teatros y cines que inundaban la pequeña capital.
Esa ciudad rígida y formal que cerraba sus puertas a cal y canto a las 6 de la tarde, dejando abandonados a su suerte a tunantes y fiesteros que a las 8 de la noche intentaban llegar a suelo seguro después de batirse a duelo con todos los personajes de las leyendas populares y con las circundantes quebradas, fue la ciudad que parió la vida de dos hermanas que nacieron con once meses de diferencia, tan cercanas en edad y parecido físico, que más de uno pensó que eran gemelas.
Las dos hermosas. Una de tez morena, ojos marrones cálidos y buenos; la otra de tez blanca, ojos verdes y penetrantes, ambas de brillantes cabelleras negras. Crecían la una al lado de la otra sin necesitar más compañía que ellas mismas. De familia reconocida, se perdían solas entre los grandes apellidos y los largos corredores de esa casa-hacienda que era su hogar.
Me contaba mi abuela, que la hacienda perteneció a las hermanas Heredia. “Las pobres se volvieron locas porque desde la ventana pudieron ver como la multitud enloquecida arrastraba al Presidente Alfaro para llevarlo a la hoguera que acabó con su vida. Desde ese día se las llevaron y pusieron en alquiler la hacienda”. Y así, los largos pasillos, las pequeñas plantaciones frutales de la hacienda Heredia, servían de escenario de historias inventadas. Las niñas trepaban a lo árboles, la una encubriendo a la otra cuando las descubrían en alguna travesura poco digna de las niñas de la época. A veces se levantaban en medio de la noche y conversaban largas horas asomadas a la ventana que daba a lo más profundo de la oscuridad, sin llegar a temerle.
Eran años en que los niños vivían entre sombras, invisibles al mundo serio. Y así, frente a los adultos, hacían silencio. Guardaban las risas y la imaginación para ellas. Su madre y su padre solían deambular por la casa confundiéndose con los demás fantasmas, flotando igual que flotaban los personajes de la familia a los que sólo conocían por relatos ajenos. De vez en cuando, en algún momento de la jornada, su madre les regalaba una sonrisa que ellas tomaban como la mejor medalla recibida por haber rezado el rosario completo sin quejarse de dolor en las rodillas o por haber almorzado sin emitir sonido alguno.
Se conocían la una a la otra, no conocían más. Se complementaban. Los miedos de la una eran las fortalezas de la otra. Hasta ese día en que se les derrumbó el mundo. Ese día vieron a su madre más fantasma que nunca, flotar por encima de las sombras con un vestido azul vaporoso, deslizándose por los pasillos sin mirar atrás. Desde el cuarto de rezos la vieron salir y nunca volver.
Los días que siguieron entre la indignación y sorpresa de ese padre mujeriego, les supieron a invierno. Una de las noches en las que se levantaban a contar las estrellas, escucharon a su padre y a sus tías conversar: “Dos niñas son mucha responsabilidad. No podemos hacernos cargo de las dos. Una de ellas debería irse con Guillermito”. Se abrazaron y temblaron por primera vez llorando juntas sin intercambiar una sola palabra.
Así, resolvieron separarlas, dejando a una al cuidado de las 3 tías solteronas que gobernarían su abandonada casa y a la otra, al cuidado del hijo mayor que hacía poco había contraído matrimonio y ya tenía casa que ofrecer. Ambas fueron arrojadas a vivir como huéspedes inoportunas, sin padre ni madre, adaptándose a normas de casas que jamás pudieron llamar “mía” y a pesar de los eventos familiares en los que ciertamente se veían, el contacto, la empatía y la complicidad se fueron diluyendo hasta verse convertidas en dos simples parientes.
Ambas crecieron adorando a su padre, como se acostumbraba entonces. La una como única niña en medio de tres beatas oscuras que se espantaban de todos y entre salmo y salmo condenaban al vecindario quiteño por sus vicios y ligerezas. La otra como niña prestada, rodeada de cariños compasivos, siendo espectadora condescendiente de hermano, cuñada y sobrinos que buscaban en ella a la cómplice discreta y silenciosa, aprendiendo a ser feliz entre las ocurrencias de su cuñada y los pretendientes que iba cosechando por lo bonita que era.
Pasaron los años y cada una escogió un camino de vida radicalmente diferente. La una con amargura en el alma, la otra buscando algo de cariño que le perteneciera.
Sesenta y cinco años pasaron hasta que se volvieron a encontrar la una junto al lecho de muerte de la otra. “Tú eres buena”, le dijo, mirándola con esos penetrantes ojos verdes…”Debiste llevarme contigo”…

Sucedió un Viernes Santo


Se vio sentada en el mismo balcón frente a la Plaza de Armas. Su mente sumó y restó: treintaisiete años. Observaba junto a sus hijas, como aquella vez, la puesta en marcha de lo que sería la procesión del Viernes Santo. La recordaba colorida, bulliciosa, el trajín de comerciantes vendiendo velas, banderines, cremoladas, el chin-chin de las ollas de los puestitos ambulantes, el hervidero de curiosos comprando confites tradicionales.
Se le espeluznó la piel. Hacía algo de fresco y aunque en la estancia se estaba muy a gusto, sintió necesidad de ponerse la chaqueta. Las camareras corrían atentas repartiendo vino caliente, té macho y otros antojos. Todo sabía a fiesta, igual que entonces.
Cayó en cuenta de aquellos recodos de su vida que había guardado para ella. No habría querido guardar mayores secretos, pero se había acostumbrado a una particular soledad y no sabía hablar de sí misma. Habría querido advertirles a sus hijas que no era su primera vez en esa ciudad, que ya tenía recuerdos de ese balcón.
Su hija mayor se acercó contenta y la besó: “¿Te está gustando?”. Asintió acariciándole la barbilla. El momento tibio le punzó el corazón. Desde hacía rato los recuerdos la trastornaban. Había tenido la misma sensación hurgar entre fotografías antiguas cuando los recuerdos se pelean unos con otros por salir a borbotones. Ese beso le domó la angustia que se le había producido desde que empezó a subir las escaleras.
“Imposible”. La fachada del nuevo restaurante la engañó al inicio pero una leyenda impresa en el menú terminó por golpearla. “Sirviéndolos desde 2004 en donde, hasta mayo de 1980, funcionó la tradicional Cafetería Roma”.
…Aquella noche, había decidido olvidar las razones que la habían llevado a Ayacucho. Se había dejado contagiar por el entusiasmo reinante. Dos semanas antes, había dejado atrás su tierra. Sus pensamientos estaban en Quito, en la bendición de su madre y el beso en la frente que no le dio a su hija al despedirse. Era la primera vez en quince días que se permitía olvidar, deslumbrada por el color de las alfombras de flores y el familiar olor a incienso. Subió despacio las escaleras del Café Roma, pidió un café y se sentó en una esquina silenciosa.
Los recuerdos le debilitan las fuerzas adquiridas en treintaisiete años. Se mira las manos para recordar que ya no es la chiquilla huidiza de veinticinco. Observa a sus hijas, felices, brindando con un par de “calientes de pisco” mientras a ella se le desborda el pasado.
…Con su taza de café calentándole las manos, observaba embobada los últimos coletazos del paso de la Virgen. “No te vayas todavía”. Levantó la mirada y lo vio instalado en su mesa. Le sonrió. A penas alcanzó a abrir la boca para decir “No”.  “¿A qué le dices que no, muchacha?”. Intentó adivinarle la edad. Cuarenta. Quizás algo menos, la barba lo envejecía. “No me preguntes el nombre, sólo hazme compañía”. Le encendió un cigarrillo.
… La noche en el Café Roma duró lo que dura la noche del Viernes Santo en Ayacucho. Dio para conversar de paisajes, de infancia, de esperanzas, de vínculos y vacíos. Y así, poco antes de las cuatro y media de la madrugada, tal como llegó, se fue. “Gracias por el viaje”, le dijo mientras le besaba la mano. Desapareció escaleras abajo diluyéndose entre el humo de su cigarrillo.
Casi cuarenta años después, regresa su mirada, igual que aquella madrugada, tratando de verlo regresar. Cierra los ojos, el olor a incienso le devuelve la agitación.
… Dejó la propina sobre la mesa. Caminó por los soportales y siguió calle abajo hasta su modesto hotel. Se cuidó de cerrar la puerta con doble llave. Se cambió de ropa, cerró las cortinas y se acostó con miedo y soledad. Los ecos de los petardos duraron hasta la primera luz. Se levantó. Se duchó con agua helada y salió en busca de pan caliente como hacía en su natal Quito.
… En la Plaza de Armas la multitud hervía. Por instinto miró el reloj: 8h20 del Sábado Santo. Pasó de largo haciéndose a la idea que los excesos de la noche anterior todavía daban sus coletazos. No encontró pan en ningún sitio. Al volver, la multitud no se movía. El silencio invadía la plaza. Se acercó a la puerta de la Catedral en donde se concentraba la muda masa. Un hombre yacía boca abajo con la cara del lado y los ojos abiertos. Se quedó petrificada sintiéndose más extranjera que nunca y fue parte de esa masa mansa, domada por el terror.
…Un silbido le rozó la oreja. “Ándate pronto, te vieron con él”. El desconcierto la tambaleó y al darse la vuelta, una capucha azul se alejaba abriéndose rápido paso. Tratando de dejar de temblar, llegó al hotel, tomó su bolsito, dejó el pago de la noche sobre la mesa y se fue. Camino a la estación veía gente bajar a la plaza con prisa, le dio la sensación de que era la única caminado a contramano.  
…El autobús hacia Lima estaba pronto a partir. Subió sin comprender nada pero recordó al de la capucha azul y no se hizo más planteamientos.
…El paisaje verde fue dejando atrás Ayacucho. Se enteró de lo sucedido por los comentarios de mitad en quechua, mitad en español de los viajantes. Era Marcel Dulanto, Arequipeño de treintaicinco años, profesor de la Universidad de Huamanga, miembro hasta el Miércoles Santo del PSDP-SL*, había hecho pública su renuncia al partido por “profundas discrepancias” con la dirigencia…
Miró a sus hijas y experimentó la misma sensación de supervivencia de cuando tomó el autobús hacia Lima. Encendió un cigarrillo, se levantó de la silla, caminó hacia ellas y abrazándolas les dijo: “Voy a contarles una historia… Sucedió un Viernes Santo…”
*Nota1: En Mayo de 1980, El Partido Socialista del Perú Sendero Luminoso realiza su primera intervención violenta, quemando urnas electorales en el pueblo de Cushi dando inicio a dos décadas de cruenta violencia en Perú.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

El Puente sobre la Maine

Fuente: http://es.123rf.com
Anne seguía siendo virgen. Tenía 25 años. Conocía feas que ya desde los 17 se jactaban de sus conquistas. No era fea. No era fácil ni tampoco difícil. “Quizás, simple”, se decía aquella mañana mientras se miraba al espejo acomodándose el cabello tras la oreja derecha y soltando un mechón rubio para que cayera sobre el ojo izquierdo prolongándose hasta que se perdía a la altura de los hombros. Opaca. Invisible.
Se levantó suavemente de la silla que la enfrentaba al espejo. Aprovechó para analizarse una vez más. No era su ropa, tampoco sus ideas, era ella. Era gris. Mínima.

Como siempre le vino a la mente el último libro en alemán que leyó en la carrera. Jean Baptiste nació sin olor, ella, sin color. Mientras tanto, iba agarrando sus cosas y de reojo se miraba al espejo, como esperando verse con ojos más benévolos, pero sólo lograba fortalecer esas convicciones que se le estaban moviendo desde tiempo atrás, así que casi terminó de mal humor. Así le pasaba siempre que se observaba más de lo estrictamente necesario.

Había planeado ese momento desde hacía tanto. Quizá desde que se dio cuenta de que el mundo era más amplio que su simpleza. Crecer le dolió. Nunca estuvo lista y sin embargo, en algún punto de su historia personal se sintió arrojada del verano al otoño a un mundo de idiomas y gestos que todos parecían captar y ella no. ¿A qué clase faltó y en qué momento? ¿Por qué todos parecían siempre preparados y ella no?

Esa carrera empezó en el otoño número trece, cuando se sentía aferrada a un “algo” de lo que sus contemporáneos parecían querer constantemente sacudirse. Fue la primera vez que se sintió mínima, desencajada e invisible. Alguna vez conoció el amor, pero este ni siquiera regresó a mirarla. Sus historias se limitaban, entonces, a callarse ante las pícaras anécdotas de sus amigas que habían empezado a mirarla con verdadera pena.

En algún momento pensó que tal vez debía probar otras alternativas de género. Pero ni eso. Ni hombres, ni mujeres, ni viejos, ni jóvenes. Era ella, otra vez, la sombra de Jean Baptiste.

Lo decidió. Un día probándose ropa en H&M, le pareció todo grotesco y simplemente, terminó de encajar las piezas que se le presentaron. Desde niña supo cómo y dónde. Sólo esperaba a cansarse un poco más.

Y ahí estaba. Se cruzó la cartera. Le dio tiempo a fijarse en lo mucho que le gustaba. Una Tous tipo bandolera que su hermana le había regalado en su último cumpleaños. “Para que conquistes el mundo”, le había puesto en la dedicatoria de la tarjeta. Volvió a sentirse de malas. Lanzó la puerta al salir y piso fuerte cada escalón hasta llegar al portal.

Fuera hacía sol. Hasta eso le dañaba los planes. Habría necesitado un día lluvioso, compungido. Sin embargo, el otoño casi terminaba y soplaba ya un vientecillo que ya podía considerase frío. “Con eso me basta”, pensó.

Caminando empezó a encontrarse con sonrisas, olores y colores de temporada. Verdes y rojas luces que se encendían y apagaba a pesar de que apenas daban las 11 00 de la mañana. “Debí levantarme más temprano”. Entonces recordó lo mucho que le gustaba dormir y despertar con olor a pan recién hecho. Por un momento se sintió retenida en esos dos placeres. Decepcionada de sí misma, se repitió como tantas veces: “¡Cómo eres así de débil!” y no tardó en comenzar a patear la calle hasta llegar a la panadería más cercana: “Un pain au chocolat, s’il vous plaît”[1], se escuchó pedir. Soltó cinco francos sobre el mostrador y salió saltando ligeramente.

Calle abajo, casi llegando a la Maine recordó a su abuela, cuando hacían el mismo camino con una bolsa de almendras tostadas en la mano, traídas del mercado después de la compra para el día siguiente. Solían tomar el segundo puente sobre la Maine, se paraban a la mitad y mientras el río les arrojaba decenas de destellos de luz, su abuela comenzaba: “No te acerques a aquel punto, Annette, las corrientes son fuertes, hay remolinos. Cuando éramos niños, el hijo mayor de M. Benoît, un chico guapísimo, fuerte, no logró salir”, se le nublaban los ojos y repetía: “Aún debe estar allí”. Y así, se repetían las tardes, hasta que la pequeña Annette que la miraba con ojos grandes, se terminaba las almendras indicando que estaban listas para regresar a casa.

La abuela había partido hacía un año y medio. Ya no estaba para repetirle la dulce letanía. Buscó en su bolso, sacó un pitillo y lo encendió con su Zippo. Otro regalo de cumpleaños que le gustaba mucho. Se acordó de su padre y sonrió. Recordó que le puso el encendedor entre las manos a escondidas de su madre que, desde la cocina, renegaba de su pipa apestosa. “Lo negaré siempre”, le había dicho.

Pero…Seguía siendo transparente.

Lanzó los restos del cigarrillo al río y al instante vio formarse los anillos líquidos que tanto le gustaban de niña. “Cuando todo era más sencillo”.

Caminó hacia aquel punto límite entre su curiosidad de niña y la añorada eternidad. Cayó en cuenta que se había puesto los mocasines sin medias y el friecillo se le colaba por las vastas del pantalón. A lo lejos divisaba el segundo puente. Colocándose la mano a modo de visera, pudo ver dos personas asomadas volviendo sus caras al río. Parecían reír. El remolino que se formaba en el agua era claro, perfecto, agresivo y casi parecía dibujado con un lápiz muy afilado. Ligeras gotitas empezaron a posarse sobre sus pies. Se sacó los zapatos porque le pareció una pena que nadie pudiera aprovecharlos. A punto estaba de levantar un pie para entrar al agua cuando levantó bruscamente la mirada. Una de las dos siluetas en el puente empezaron a agitar las manos mientras la otra parecía señalarla a ella. Petrificada, retrocedió. “Sí, abuela, siempre he sido una petite buena y obediente”.

Corrió. Descalza como estaba, abandonó sus zapatos para que a alguien pudieran servirle y se metió a la primera peluquería que encontró. “Un pixie[2] très très court, s’il te plaît”[3]. Pensó para sus adentros que una mujer con ese cabello no podría volver a sentirse vulnerable. Jamás.





[1] “Un pan de chocolate, por favor”
[2] Pixie: Un corte de cabello femenino similar al de un varón, muy moderno y con mucho estilo.

[3] “Un pixie muy muy corto, por favor”

Historias del '81

Fuente: El Diario, Perú
La veía desde la ventana. Caminaba agitada, balanceando su cuerpo que buscaba crecer. Me daba la impresión de que iba dando brinquitos a pesar de que ella misma se esforzaba por sacudirse de cualquier ademán que pudiera parecer infantil. En aquellos años, sus cabellos eran espejos que reflejaban los rayos de luz. Yo pretendía cuidarla con mis ojos, siguiendo sus pasos, al menos, hasta que se perdieran al final de la calle.
Era el 27 de enero de 1981, hacía 5 días que había empezado el conflicto bélico en la frontera norte, pocos heridos llegaban a los hospitales y, aunque en la capital la vida se desarrollaba sin mayores irrupciones en la cotidianidad que las novedades bélicas en el telediario de la 1 de la tarde, en todas las instituciones de auxilio: hospitales, bomberos, defensa civil, se percibía una cierta sensación de emergencia. Daban las 11 30 de la mañana, cuando sonó el teléfono. La cocina hervía en pleno movimiento y monopolizaba las ocupaciones de la casa. Esperábamos a Renzo, como todos los días, a la 1 en punto para almorzar, encender el televisor y seguir la bitácora de la contienda. Pero esa llamada nos cambió la mecánica del día.
Allí iba ella, decidida, pisando firme las calles, bamboleando una bolsa blanca en una mano mientras la otra permanecía firme sosteniendo una cesta. Desde mi cuarto en la planta alta, descorrí las cortinas blancas que aún olían a jabón de Marsella, la divisé hasta que cruzó la Avenida Salaverry. Desde ahí debía caminar 3 cuadras hasta tomar el Parque de los Próceres y atravesarlo entero para poder encontrase frente a frente con el Rebagliati. No era lejos ciertamente, pero por alguna razón su salida me ponía nerviosa. Hasta el año pasado que cumplió 12 había salido siempre acompañada por la muchacha de servicio. Pero aquel día, después de esa llamada, ante su insistencia y tanta prisa por llegar a la hora del almuerzo con una comida decente, supuse que estaba bien dejarla crecer un poco. Le había dado una hora de tiempo para ir y volver, de lo contrario saldríamos todas: cocinera, nana y yo con la pequeña en brazos como locas despavoridas a darle el encuentro.
Mi amiga Margarita Puig, que acudía esos días al Rebagliati como voluntaria extra ante una posible urgencia por el conflicto fronterizo, llamó diciéndome que necesitaba ayudar a un pequeñín de 11 años, enfermo, que había llegado de Ancash con su madre con un diagnóstico de cáncer en los huesos y sin más dinero que el que los había ayudado a llegar a Lima. Cerré el teléfono. Corrí a mi cuarto a rebuscar en el cajón de mi ropa interior unos 5000 soles de oro que venía ahorrando y los metí en un sobre.
Mientras, la escuchaba subir y bajar ajetreada. Asomé mi cabeza por el pasillo y la vi sacando de debajo de su colchón un montón de papelitos de chocolatinas de colores que coleccionaba desde hace tiempo y meterlas en una cajita. Cuando bajé a la sala, me la encontré parada frente a mí: “Yo voy, yo voy. Ya tengo edad”, me dijo. Sin esperar mi respuesta, me quitó el sobre que llevaba en la mano y siguió hasta la cocina para meter varias cucharadas de arroz en una vianda pequeña, dos pedazos de pollo aún pálido que sacó del sartén apresuradamente ante los gritos de Victoria. Antes de salir me dijo “¿Me das 500 para comprar un cuaderno y unos lápices de colores en la esquina?”.
Y se fue…

Habíamos salido de casa Victoria, Isabel y yo a buscarla cuando la vimos aparecer con un vaso de mazamorra morada en la mano que seguramente compró con el vuelto de los 500 soles. A partir de ese día volvió todas las tardes durante 4 meses, sin faltar ni fines de semana ni días festivos, a veces con cuadernos y pinturas, a veces con libros de cuentos o chuches. Yo la seguía siempre desde la ventana porque a pesar de que la veía crecer segura de sí, Lima se me estaba volviendo una ciudad desconocida. Crecía aceleradamente con muchos desplazados desde el campo en busca de un algo de paz y a ratos daba la impresión de que la ciudad no daba abasto.
En ese corto lapso de tiempo todos cambiamos de alguna manera. El 1 de febrero vimos el conflicto armado terminar sin víctimas mortales de nuestro lado, pero la sensación de “emergencia” tardó 11 años en desaparecer. En los meses subsiguientes la violencia recrudeció en la Sierra Central adentrándonos en las páginas más sangrientas de la historia de este país. Y entre esos sucesos, una tarde, a mediados de mayo, Bernarda regresó a casa sin saber que esa sería su última visita al Hospital Rebagliati.

Hoy, 35 años después, no dejo de esperarla en la ventana todos los martes y viernes que viene a compartir conmigo sus tardes y a ella, a sus 48 años, sus ojos aún se le llenan de lágrimas cuando habla de él.