Tenía 11 años
cumplidos hacía un mes o un poco más. Había salido de vacaciones dos meses
antes y en esas tardes de invierno ochentero, a punta de ventilador, en que
Guayaquil se volvía una olla de agua en ebullición, buscaba algo que me alejara
un rato de la adictiva programación de Ecuavisa. El masoquismo de alejarme de
aquella insipiente tecnología que mis padres criticaban con severidad injustificada
hallaba explicación en mi capacidad para reproducir en mi mente las voces de
mis padres que, anticipándose a mis movimientos, me advertían sobre tal o cual
cosa justo en el momento en el que pretendía creerme grande, y que incluso
ahora, las mantengo advenedizas, sobrevivientes al naufragio de los días de
infancia, guiándome como antaño. En mi cabeza escuchaba a mi mamá saliendo con
sus tacos al trabajo "que no me levante tan tarde, que me ponga a hacer
algo útil, que no me dedique a estar solo acostada comiendo galletas Ritz,
jugando a las barbies o viendo la caja boba".
A medida que
voy escribiendo y los recuerdos van cuadrándose ante mí como soldaditos a la
espera de instrucciones de uso, voy desgranando las ironías del tiempo. Hoy mi
mamá, a quien jamás vi delante de un televisor salvo para ver el noticiero de
medio día de Teleamazonas, se deja seducir por Netflix, llama "Smart"
a la entonces caja tonta y, por herencia política, no se cansa de repetir el
repelús que le supone el bendito canal 5.
Puedo contarte
que esas fueron las últimas vacaciones en las que jugué con mis barbies. Me
pregunto cuándo fue el último día que las devolví a la repisa después de jugar
con ellas y nunca más las moví. Me había hecho el propósito de que, al iniciar
el 6to grado, último año de escuela, se acabarían las barbies, como una suerte
de férrea disciplina que trataba de impartirme a mí misma. Siempre trataba de
mantener la rigurosidad en mi vida, por el simple miedo a que todo se me
saliera de las manos, tenía terror a no saber manejar las cosas en el mundo
real. La escuela, por eso, me resultaba cómoda, porque era predecible: su
horario de entrada, el ritual del uniforme, la hora de sentarse a hacer los
deberes después de comer.
Mi productividad,
en aquellos días, me la medía en función de mis tareas. Había cumplido mi meta si terminaba justo
cuando empezaba la novela de las 6 o, si la tarea había sido muy larga, podía
prolongarme sólo hasta las 6 30. No me era fácil entender cómo vivían los
adultos sin incluir un horario de clases o el diario escolar en sus rutinas. Me
repetía que cuando fuera grande iba a seguir manteniendo mi diario escolar y me
haría un “horario de clases”. Allí nació mi relación inseparable con las
agendas y con el organizador de Outlook que les ponen el tinte escolar a mis
labores de adulta.
En aquellas vacaciones
fue cuando decidí empezar a crecer. Me propuse organizarme correctamente. Me
coloqué un horario vacacional. Levantarme a las 8. Desayunar el lunes tostada
de queso, el martes cornflakes, el miércoles tostadas con miel y batido de
guineo. A las 9 ver Rinconcito con mi hermana. A las 10 ver Comic Strips. A las
10 30 tomar el té de menta que me traía mi abuelita Esmeralda; así sucesivamente,
hasta que daban las 12 30 en que mi mamá regresaba a almorzar y todo tenía que
estar en perfecto orden para que no levantara en exceso las cejas y empezara el
taca tacatá de la retahíla de frases que ninguno quería escuchar. A la 1 almorzar.
A la 1 30 ver el Show de Bernard mientras despedía con ansias a mi mamá que
regresaba al trabajo, para poder sentarme con mi abuelita a ver
clandestinamente la novela de las 2.
Mi papá había
prohibido "terminantemente" que yo tuviera contacto con las
telenovelas. Ironías del tiempo también, cuando te escucho decir que tus pocos
recuerdos de telenovelas las tienes al lado de tu abuelo y del canal de Las
Estrellas. Pero esas vacaciones daban la Dama de Rosa y era imposible ser
obediente en ese particular aspecto. Con la complicidad de mi abuelita, nos
sentábamos todas las tardes en el cuarto de mis papás a ver la mejor telenovela
de la historia de la humanidad y que hacía que valiera la pena pasar por
desobediente.
Después,
continuaba mi horario establecido, de 3 a 4, leer. En aquellas vacaciones leí
"María” de Jorge Isaacs que fue un regalo de mi abuelita Laura. De María
se me quedó para siempre esa naturaleza medio trágica para entender ciertas
cosas de la vida. El horario de 4 a 6 era mi mayor problema, o me sentaba a ver
Jayce y los Guerreros Rodantes y los Thundercats y Ulises 31 y ya perdía toda
la tarde o me inventaba algo para callar las voces de mis padres en mi cabeza.
Entonces, esa
tarde, recordé que tenía guardada todavía, mi caja de costura de la escuela. En
quinto grado nos habían enseñado a tejer con croché, me había sobrado lana, una
linda lana brillante y decidí asignar una hora para tejer. Pensé que las
abuelitas siempre estaban tejiendo ropa de bebé, así que empecé a tejer unos
escarpines sin tener la menor idea de cuál iba a ser el resultado final. Con
ilusión, desde ese momento, punto a punto, adoptaba el aire serio de persona
que teje y no ve los dibujos animados de la tarde.
Llegada la
hora de tejer, durante el tiempo que duraron esas vacaciones de 1988, prendía
mi grabadora Sanyo plateada para que la música me acompañara mientras iba
dándole forma al impredecible tejido.
Ese año empecé
a sintonizar fielmente I99 e infielmente 96.5 Stéreo y 11Q. Cada emisora tenía
un estilo diferente y un locutor que las identificaba. Eran cosas que en
aquella época importaban para comentar con las amigas ¿la voz de qué locutor te
gusta? ¿Cuál es tu programa favorito de la radio? Todas empezábamos ya a
jactarnos de que nuestros programas y locutores favoritos estaban en horarios
en los que los demás dormían y como testimonio de nuestros primeros desvelos,
comentábamos y contrastábamos lo que habían dicho los locutores a la 1 de la
madrugada o sobre el set de hits románticos sin locución que, a altas horas de
la noche, nos había permitido grabar sin interrupciones casi todo el lado de un
cassette.
La
programación de las tardes era distinta, menos romántica, más moderna, pero mis
tardes eran más de rock latino proveniente de un cassette que mi mamá había
mandado a recopilar para mí en el estudio de grabación de su trabajo. Meses
antes, con apenas 10 años, gracias a ese cassette gris transparente con
etiqueta azul, mi mamá puso en mis manos a Ilegales de España, Gustavo Cerati
se colaba en mi cuarto endulzando las puntadas de mi croché con las sagradas
notas de Soda Stereo, música que yo defendía ante mis amigas que tenían gustos un
poco más ligeros como Fandango, Flans o Timbiriche.
Fue así como
en ese mes sobrante que me quedaba de vacaciones, entre la música de Soda y
Depeche, Enanitos Verdes, poco antes de entrar a clases en mayo de 1988, el
tiempo y mi poca destreza me alcanzaron para tejer a penas un escarpín.
Uff, los
recuerdos me llegan de pronto a borbotones, desordenados, estimulados por Signos y Strangelove que puse en la cola
de reproducción. Me llevan despacio por el recorrido de mi expreso escolar por
el sur de la ciudad, pasando por el Top Cream de los Almendros, volviendo al
olor de cacao tostado de la Domingo Comín a la altura de La Universal, viendo a
lo lejos la Selvita de La Saiba y finalmente cruzando la calle hacia la
panadería de El Oro y Rosa Borja de Icaza, diagonal al Banco del Pacífico en
donde vendían las milhojas más ricas de todas las milhojas y que no he vuelto a
probar.
En esos
primeros días de mayo coloqué en mi calendario mi primer "red day",
como lo bauticé e inicié la eterna cuenta de 28 días en 28 días. No sé si fue
coincidencia de fechas o un encaje perfecto de piezas fisiológicas y
psicológicas, pero al terminar de tejer ese escarpín rectangular que no quedó
delicado como suelen quedarles a las abuelitas, lo miré y el corazón se me hizo
chiquito, lo miré nuevamente, sorprendida porque de pronto caí en cuenta de que
un día sería mamá, respiré y juro que pensé "algún
día, le contaré a mi hija - no me imaginé un niño - que esta fue la primera vez que pensé en ella".
Con
ese pensamiento, volví a mi caja de costura, busqué una cinta finita color
concho de vino, la pasé por donde las puntadas estaban menos apretadas para que
el escarpín adquiriera de forma postiza esa delicadeza que yo no le había dado,
lo coloqué dentro de una cajita de madera de chocolates Bíos, con la convicción
de que lo guardaría para siempre para enseñárselo a una linda niña a la que
algún día seguramente le contaría esta historia.
Las múltiples
mudanzas, la fragilidad de la mente y los infinitos momentos que uno va
apilando en la memoria, escondieron mi escarpín, pero esa hojeada rápida a mis
recuerdos, sostenida por la música en mi Spotify, reseteó la máquina del tiempo
hasta ubicarme de la forma más natural entre esos días y pude llegar a ese
momento en el que la niña de 11 años que todavía se creía la Mujer Maravilla
convergió, por un instante, con la mamá de la pequeña Elisa.
Algún día te
sucederá a ti. Te subirás en alguna canción, volverás a estos lugares que
quizás serán, a ese punto, parte de tu pasado. Desde el lugar del mundo en el
que te encuentres, volverás a recorrer las calles de tu Guayaquil, escucharás a
lo lejos la voz de tu mamá llamándote “Elisaaaaaaaaa,
¡ven acá!" y en ese momento sabrás que cuando alguien te pregunte
¿Quién eres?, para responder correctamente sólo deberás rebuscar en tus
recuerdos, regresar en el tiempo, porque aunque la vida pasa veloz, atropelladamente,
personas como tú y yo, nunca dejan de ser una chiquilla capaz de ver el mundo
con los mismos ojos de los dulces años de infancia.
Guayaquil,
5 de abril de 2023
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