En mi afán de buscar un punto de partida, ese santiamén determinante en el que se tuerce o se acomoda el destino, me sumergí, acompañada de mi madre en esas conversaciones hasta las 3 de la mañana, en la historia que a continuación voy a relatar.
Corrían los años 20 en la efervescente ciudad de Quito, sus calles de empedrado colonial se agitaban ante los vientos revolucionarios de 1925. Con las nuevas ideas desfilaban nuevas gentes, nuevas figuras políticas que se convertían en el centro de atención de la curiosa y siempre elegante sociedad quiteña que a pesar de la crisis económica que golpeaba desde hace años el país, continuaba vistiendo abrigos de piel para asistir entusiasta a la diversidad de teatros y cines que inundaban la pequeña capital.
Esa ciudad rígida y formal que cerraba sus puertas a cal y canto a las 6 de la tarde, dejando abandonados a su suerte a tunantes y fiesteros que a las 8 de la noche intentaban llegar a suelo seguro después de batirse a duelo con todos los personajes de las leyendas populares y con las circundantes quebradas, fue la ciudad que parió la vida de dos hermanas que nacieron con once meses de diferencia, tan cercanas en edad y parecido físico, que más de uno pensó que eran gemelas.
Las dos hermosas. Una de tez morena, ojos marrones cálidos y buenos; la otra de tez blanca, ojos verdes y penetrantes, ambas de brillantes cabelleras negras. Crecían la una al lado de la otra sin necesitar más compañía que ellas mismas. De familia reconocida, se perdían solas entre los grandes apellidos y los largos corredores de esa casa-hacienda que era su hogar.
Me contaba mi abuela, que la hacienda perteneció a las hermanas Heredia. “Las pobres se volvieron locas porque desde la ventana pudieron ver como la multitud enloquecida arrastraba al Presidente Alfaro para llevarlo a la hoguera que acabó con su vida. Desde ese día se las llevaron y pusieron en alquiler la hacienda”. Y así, los largos pasillos, las pequeñas plantaciones frutales de la hacienda Heredia, servían de escenario de historias inventadas. Las niñas trepaban a lo árboles, la una encubriendo a la otra cuando las descubrían en alguna travesura poco digna de las niñas de la época. A veces se levantaban en medio de la noche y conversaban largas horas asomadas a la ventana que daba a lo más profundo de la oscuridad, sin llegar a temerle.
Eran años en que los niños vivían entre sombras, invisibles al mundo serio. Y así, frente a los adultos, hacían silencio. Guardaban las risas y la imaginación para ellas. Su madre y su padre solían deambular por la casa confundiéndose con los demás fantasmas, flotando igual que flotaban los personajes de la familia a los que sólo conocían por relatos ajenos. De vez en cuando, en algún momento de la jornada, su madre les regalaba una sonrisa que ellas tomaban como la mejor medalla recibida por haber rezado el rosario completo sin quejarse de dolor en las rodillas o por haber almorzado sin emitir sonido alguno.
Se conocían la una a la otra, no conocían más. Se complementaban. Los miedos de la una eran las fortalezas de la otra. Hasta ese día en que se les derrumbó el mundo. Ese día vieron a su madre más fantasma que nunca, flotar por encima de las sombras con un vestido azul vaporoso, deslizándose por los pasillos sin mirar atrás. Desde el cuarto de rezos la vieron salir y nunca volver.
Los días que siguieron entre la indignación y sorpresa de ese padre mujeriego, les supieron a invierno. Una de las noches en las que se levantaban a contar las estrellas, escucharon a su padre y a sus tías conversar: “Dos niñas son mucha responsabilidad. No podemos hacernos cargo de las dos. Una de ellas debería irse con Guillermito”. Se abrazaron y temblaron por primera vez llorando juntas sin intercambiar una sola palabra.
Así, resolvieron separarlas, dejando a una al cuidado de las 3 tías solteronas que gobernarían su abandonada casa y a la otra, al cuidado del hijo mayor que hacía poco había contraído matrimonio y ya tenía casa que ofrecer. Ambas fueron arrojadas a vivir como huéspedes inoportunas, sin padre ni madre, adaptándose a normas de casas que jamás pudieron llamar “mía” y a pesar de los eventos familiares en los que ciertamente se veían, el contacto, la empatía y la complicidad se fueron diluyendo hasta verse convertidas en dos simples parientes.
Ambas crecieron adorando a su padre, como se acostumbraba entonces. La una como única niña en medio de tres beatas oscuras que se espantaban de todos y entre salmo y salmo condenaban al vecindario quiteño por sus vicios y ligerezas. La otra como niña prestada, rodeada de cariños compasivos, siendo espectadora condescendiente de hermano, cuñada y sobrinos que buscaban en ella a la cómplice discreta y silenciosa, aprendiendo a ser feliz entre las ocurrencias de su cuñada y los pretendientes que iba cosechando por lo bonita que era.
Pasaron los años y cada una escogió un camino de vida radicalmente diferente. La una con amargura en el alma, la otra buscando algo de cariño que le perteneciera.
…
Sesenta y cinco años pasaron hasta que se volvieron a encontrar la una junto al lecho de muerte de la otra. “Tú eres buena”, le dijo, mirándola con esos penetrantes ojos verdes…”Debiste llevarme contigo”…
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