miércoles, 16 de noviembre de 2016

El Puente sobre la Maine

Fuente: http://es.123rf.com
Anne seguía siendo virgen. Tenía 25 años. Conocía feas que ya desde los 17 se jactaban de sus conquistas. No era fea. No era fácil ni tampoco difícil. “Quizás, simple”, se decía aquella mañana mientras se miraba al espejo acomodándose el cabello tras la oreja derecha y soltando un mechón rubio para que cayera sobre el ojo izquierdo prolongándose hasta que se perdía a la altura de los hombros. Opaca. Invisible.
Se levantó suavemente de la silla que la enfrentaba al espejo. Aprovechó para analizarse una vez más. No era su ropa, tampoco sus ideas, era ella. Era gris. Mínima.

Como siempre le vino a la mente el último libro en alemán que leyó en la carrera. Jean Baptiste nació sin olor, ella, sin color. Mientras tanto, iba agarrando sus cosas y de reojo se miraba al espejo, como esperando verse con ojos más benévolos, pero sólo lograba fortalecer esas convicciones que se le estaban moviendo desde tiempo atrás, así que casi terminó de mal humor. Así le pasaba siempre que se observaba más de lo estrictamente necesario.

Había planeado ese momento desde hacía tanto. Quizá desde que se dio cuenta de que el mundo era más amplio que su simpleza. Crecer le dolió. Nunca estuvo lista y sin embargo, en algún punto de su historia personal se sintió arrojada del verano al otoño a un mundo de idiomas y gestos que todos parecían captar y ella no. ¿A qué clase faltó y en qué momento? ¿Por qué todos parecían siempre preparados y ella no?

Esa carrera empezó en el otoño número trece, cuando se sentía aferrada a un “algo” de lo que sus contemporáneos parecían querer constantemente sacudirse. Fue la primera vez que se sintió mínima, desencajada e invisible. Alguna vez conoció el amor, pero este ni siquiera regresó a mirarla. Sus historias se limitaban, entonces, a callarse ante las pícaras anécdotas de sus amigas que habían empezado a mirarla con verdadera pena.

En algún momento pensó que tal vez debía probar otras alternativas de género. Pero ni eso. Ni hombres, ni mujeres, ni viejos, ni jóvenes. Era ella, otra vez, la sombra de Jean Baptiste.

Lo decidió. Un día probándose ropa en H&M, le pareció todo grotesco y simplemente, terminó de encajar las piezas que se le presentaron. Desde niña supo cómo y dónde. Sólo esperaba a cansarse un poco más.

Y ahí estaba. Se cruzó la cartera. Le dio tiempo a fijarse en lo mucho que le gustaba. Una Tous tipo bandolera que su hermana le había regalado en su último cumpleaños. “Para que conquistes el mundo”, le había puesto en la dedicatoria de la tarjeta. Volvió a sentirse de malas. Lanzó la puerta al salir y piso fuerte cada escalón hasta llegar al portal.

Fuera hacía sol. Hasta eso le dañaba los planes. Habría necesitado un día lluvioso, compungido. Sin embargo, el otoño casi terminaba y soplaba ya un vientecillo que ya podía considerase frío. “Con eso me basta”, pensó.

Caminando empezó a encontrarse con sonrisas, olores y colores de temporada. Verdes y rojas luces que se encendían y apagaba a pesar de que apenas daban las 11 00 de la mañana. “Debí levantarme más temprano”. Entonces recordó lo mucho que le gustaba dormir y despertar con olor a pan recién hecho. Por un momento se sintió retenida en esos dos placeres. Decepcionada de sí misma, se repitió como tantas veces: “¡Cómo eres así de débil!” y no tardó en comenzar a patear la calle hasta llegar a la panadería más cercana: “Un pain au chocolat, s’il vous plaît”[1], se escuchó pedir. Soltó cinco francos sobre el mostrador y salió saltando ligeramente.

Calle abajo, casi llegando a la Maine recordó a su abuela, cuando hacían el mismo camino con una bolsa de almendras tostadas en la mano, traídas del mercado después de la compra para el día siguiente. Solían tomar el segundo puente sobre la Maine, se paraban a la mitad y mientras el río les arrojaba decenas de destellos de luz, su abuela comenzaba: “No te acerques a aquel punto, Annette, las corrientes son fuertes, hay remolinos. Cuando éramos niños, el hijo mayor de M. Benoît, un chico guapísimo, fuerte, no logró salir”, se le nublaban los ojos y repetía: “Aún debe estar allí”. Y así, se repetían las tardes, hasta que la pequeña Annette que la miraba con ojos grandes, se terminaba las almendras indicando que estaban listas para regresar a casa.

La abuela había partido hacía un año y medio. Ya no estaba para repetirle la dulce letanía. Buscó en su bolso, sacó un pitillo y lo encendió con su Zippo. Otro regalo de cumpleaños que le gustaba mucho. Se acordó de su padre y sonrió. Recordó que le puso el encendedor entre las manos a escondidas de su madre que, desde la cocina, renegaba de su pipa apestosa. “Lo negaré siempre”, le había dicho.

Pero…Seguía siendo transparente.

Lanzó los restos del cigarrillo al río y al instante vio formarse los anillos líquidos que tanto le gustaban de niña. “Cuando todo era más sencillo”.

Caminó hacia aquel punto límite entre su curiosidad de niña y la añorada eternidad. Cayó en cuenta que se había puesto los mocasines sin medias y el friecillo se le colaba por las vastas del pantalón. A lo lejos divisaba el segundo puente. Colocándose la mano a modo de visera, pudo ver dos personas asomadas volviendo sus caras al río. Parecían reír. El remolino que se formaba en el agua era claro, perfecto, agresivo y casi parecía dibujado con un lápiz muy afilado. Ligeras gotitas empezaron a posarse sobre sus pies. Se sacó los zapatos porque le pareció una pena que nadie pudiera aprovecharlos. A punto estaba de levantar un pie para entrar al agua cuando levantó bruscamente la mirada. Una de las dos siluetas en el puente empezaron a agitar las manos mientras la otra parecía señalarla a ella. Petrificada, retrocedió. “Sí, abuela, siempre he sido una petite buena y obediente”.

Corrió. Descalza como estaba, abandonó sus zapatos para que a alguien pudieran servirle y se metió a la primera peluquería que encontró. “Un pixie[2] très très court, s’il te plaît”[3]. Pensó para sus adentros que una mujer con ese cabello no podría volver a sentirse vulnerable. Jamás.





[1] “Un pan de chocolate, por favor”
[2] Pixie: Un corte de cabello femenino similar al de un varón, muy moderno y con mucho estilo.

[3] “Un pixie muy muy corto, por favor”

Historias del '81

Fuente: El Diario, Perú
La veía desde la ventana. Caminaba agitada, balanceando su cuerpo que buscaba crecer. Me daba la impresión de que iba dando brinquitos a pesar de que ella misma se esforzaba por sacudirse de cualquier ademán que pudiera parecer infantil. En aquellos años, sus cabellos eran espejos que reflejaban los rayos de luz. Yo pretendía cuidarla con mis ojos, siguiendo sus pasos, al menos, hasta que se perdieran al final de la calle.
Era el 27 de enero de 1981, hacía 5 días que había empezado el conflicto bélico en la frontera norte, pocos heridos llegaban a los hospitales y, aunque en la capital la vida se desarrollaba sin mayores irrupciones en la cotidianidad que las novedades bélicas en el telediario de la 1 de la tarde, en todas las instituciones de auxilio: hospitales, bomberos, defensa civil, se percibía una cierta sensación de emergencia. Daban las 11 30 de la mañana, cuando sonó el teléfono. La cocina hervía en pleno movimiento y monopolizaba las ocupaciones de la casa. Esperábamos a Renzo, como todos los días, a la 1 en punto para almorzar, encender el televisor y seguir la bitácora de la contienda. Pero esa llamada nos cambió la mecánica del día.
Allí iba ella, decidida, pisando firme las calles, bamboleando una bolsa blanca en una mano mientras la otra permanecía firme sosteniendo una cesta. Desde mi cuarto en la planta alta, descorrí las cortinas blancas que aún olían a jabón de Marsella, la divisé hasta que cruzó la Avenida Salaverry. Desde ahí debía caminar 3 cuadras hasta tomar el Parque de los Próceres y atravesarlo entero para poder encontrase frente a frente con el Rebagliati. No era lejos ciertamente, pero por alguna razón su salida me ponía nerviosa. Hasta el año pasado que cumplió 12 había salido siempre acompañada por la muchacha de servicio. Pero aquel día, después de esa llamada, ante su insistencia y tanta prisa por llegar a la hora del almuerzo con una comida decente, supuse que estaba bien dejarla crecer un poco. Le había dado una hora de tiempo para ir y volver, de lo contrario saldríamos todas: cocinera, nana y yo con la pequeña en brazos como locas despavoridas a darle el encuentro.
Mi amiga Margarita Puig, que acudía esos días al Rebagliati como voluntaria extra ante una posible urgencia por el conflicto fronterizo, llamó diciéndome que necesitaba ayudar a un pequeñín de 11 años, enfermo, que había llegado de Ancash con su madre con un diagnóstico de cáncer en los huesos y sin más dinero que el que los había ayudado a llegar a Lima. Cerré el teléfono. Corrí a mi cuarto a rebuscar en el cajón de mi ropa interior unos 5000 soles de oro que venía ahorrando y los metí en un sobre.
Mientras, la escuchaba subir y bajar ajetreada. Asomé mi cabeza por el pasillo y la vi sacando de debajo de su colchón un montón de papelitos de chocolatinas de colores que coleccionaba desde hace tiempo y meterlas en una cajita. Cuando bajé a la sala, me la encontré parada frente a mí: “Yo voy, yo voy. Ya tengo edad”, me dijo. Sin esperar mi respuesta, me quitó el sobre que llevaba en la mano y siguió hasta la cocina para meter varias cucharadas de arroz en una vianda pequeña, dos pedazos de pollo aún pálido que sacó del sartén apresuradamente ante los gritos de Victoria. Antes de salir me dijo “¿Me das 500 para comprar un cuaderno y unos lápices de colores en la esquina?”.
Y se fue…

Habíamos salido de casa Victoria, Isabel y yo a buscarla cuando la vimos aparecer con un vaso de mazamorra morada en la mano que seguramente compró con el vuelto de los 500 soles. A partir de ese día volvió todas las tardes durante 4 meses, sin faltar ni fines de semana ni días festivos, a veces con cuadernos y pinturas, a veces con libros de cuentos o chuches. Yo la seguía siempre desde la ventana porque a pesar de que la veía crecer segura de sí, Lima se me estaba volviendo una ciudad desconocida. Crecía aceleradamente con muchos desplazados desde el campo en busca de un algo de paz y a ratos daba la impresión de que la ciudad no daba abasto.
En ese corto lapso de tiempo todos cambiamos de alguna manera. El 1 de febrero vimos el conflicto armado terminar sin víctimas mortales de nuestro lado, pero la sensación de “emergencia” tardó 11 años en desaparecer. En los meses subsiguientes la violencia recrudeció en la Sierra Central adentrándonos en las páginas más sangrientas de la historia de este país. Y entre esos sucesos, una tarde, a mediados de mayo, Bernarda regresó a casa sin saber que esa sería su última visita al Hospital Rebagliati.

Hoy, 35 años después, no dejo de esperarla en la ventana todos los martes y viernes que viene a compartir conmigo sus tardes y a ella, a sus 48 años, sus ojos aún se le llenan de lágrimas cuando habla de él.

Cuando el hada llamó a mi puerta

Fuente: Sara Zambrano Studio
Me dicen Nonna y mi vida es una vida más, de esas de cualquier anciana casi al final de cualquier vida; pero mi historia no es una historia cualquiera. Me atrevo a contar todo esto no por mí sino por Ella, porque si yo soy una más, Ella para mí no lo es.

La historia que me importa, comienza hace 3 años, cuando la escuché por primera vez. No puedo decir que antes de Ella no hubiese nada que mereciese contarse, de hecho, hay bastantes más capítulos de los que estos 3 años han sido capaces de recoger, pero no hay ninguno que me guste lo suficiente como para querer retomar con mis pensamientos. A alguno que otro deberé volver para sujetar con fuerza la importancia de Ella.

Mi existencia, mi subsistencia más bien, es la biografía de un pinocho, cuya relevancia se enciende cual tímida llama nacida de una insignificante cerilla sólo en los últimos soplos del relato. Y es precisamente allí, en donde los autores sensatos colocarían el punto final, en donde ese “después” pacífico, confortable, humano ya no genera ni acción ni interés, en donde yo me extiendo y ensancho mis ganas.

Mis días de humana comenzaron a su lado. Al principio, nos teníamos miedo. Estoy segura de que le temía más que Ella a mí. No me fue fácil adaptarme a mi nueva forma. No estaba acostumbrada ni la tibieza de una casa ni a la suavidad de las palabras. No me habían hecho para respetar al humano, mucho menos para convertirme en uno de ellos. Dudé de mi capacidad de poder ser lo que en tantos momentos desprecié. Cuando la escuché por primera vez dirigirse a mí, se me despertó un sentimiento de confianza que antes no había experimentado. Una confianza volátil, diré, porque desaparecía de cuajo cuando, en mi condición de convaleciente, encerrada en mi cuarto lograba adivinar el golpe de una escoba en alguna pared.   Me ganaba la desconfianza o el miedo. Me sentía más indefensa que nunca en mis nuevas formas, pero aprendí de Ella y hoy puedo decir que, si aprendí a caminar erguida, con zapatos y sin miedo, si he logrado poder sentarme como una dama educada en un sofá, abrazar, tomar pastillas y dormir en una cama pasando por alto las frías esquinas del suelo, ha sido encontrándome en Ella.

Las primeras noches en mis formas humanas, me levantaba en la madrugada. La primera, para vigilarla, a mi manera, adivinado sombras, atenta a cualquier movimiento brusco porque, aunque estaba agotada, aún no tenía capacidad de confiar. La segunda, para sentir que no se había ido. La tercera noche para recordarla por si me tocaba olvidarla. Las sucesivas 3 noches ya lo hacía sólo por cariño porque un día de aquella primera semana, se sentó conmigo a encarar nuestros miedos tomando café y me explicó que podía quedarme el tiempo que yo quisiera, pude entender que podíamos ser amigas. No hubieron más noches de desvelo porque Ella me enseñó a dormir sin sobresaltos y poco a poco me fue adoctrinando en confianza y lealtad.

Cuando la conocí, todavía era una bestia, una bestia malherida, un monstruo, supongo, merecedor de los más diversos castigos. Imagino que mi transformación tuvo lugar en algún momento después de nuestro primer encuentro. Aquellos días había escapado del aquel lugar en el que habité tantos años como un mueble más, en aquella época reflexionaba poco, porque como dije ya, todavía era una bestia. Pensé que lo peor era eso, vivir 6 años de una vida, nunca mejor dicho: “de perros”, ignorada como todo perro, en un rincón, esperando a que, desde lejos, hicieran deslizar una olla de comida, esperando el golpe cada vez que me daba por relajarme dando un paseo por ese patio gris, jugando con las hojas que encontraba o con mis propios excrementos o con las palomas o con la comida. Me equivoqué. Hay cosas peores. Ese día en el fondo de mí, aprendí a valorar ese hogar para perro, esas sobras seguras, y hasta los palazos ganados por las pocas travesuras que me permitían cometer las circunstancias en las que me encontraba, en ese patio pequeño y a veces encadenada. Ese día, horas después del escape, los palazos recibidos durante 6 años me resultaron cómodos, sutiles. Ser una bestia en un mundo de propiedad humana es difícil. Sospecho que, por eso, porque yo no estaba hecha para ser una bestia de verdad, demasiado sumisa, demasiado temerosa (aunque mi apariencia debe haberlo disimulado mucho), alguien me consiguió el hada madrina y me transformó en humana, para darme una oportunidad.

Ese día decidí escapar, tal vez me cansaron las sobras del día anterior que me revolvieron el estómago o tal vez tan sólo decidí aprovechar la puerta abierta, como ya lo había hecho 3 años antes con mi antigua dueña, no lo tengo tan claro, era sólo un bicho salvaje. Las pocas veces que lo había hecho, había vuelto, porque siempre fui un animal que necesitaba raíces. No conocía bien la zona, me interné en la espesura de la vegetación, intentando alejarme de las casas y encontrar más como yo, bestias que hubiesen elegido ser libres. Me pareció que caminé bastante, las patas me dolían, la cola se me enredaba entre los matorrales llenos de ortiga y me hacía daño. En ese momento, ya extrañaba la apestosa esquina del patio trasero, pero no di la vuelta. No tenía mayores esperanzas, ¿Qué esperanza puede tener una bestia salvaje en un mundo construido para otros?, sólo quería un cambio. Un cambio de refacción.
Fue entonces, cuando más distraída estaba, giré la cabeza para buscar una referencia útil para un canino y los vi. Estaban detrás de mí. Los dos mayores debían tener sobre los 20 años, el más joven no debía llegar a los 18. Cuando vi que iban provistos, el uno de un palo, el otro de una vara de hierro y el otro de una pala, les enseñé los colmillos, temblando por dentro, porque siempre he sido de las que tiemblan. Puedo decir que los vi retroceder un paso. Sólo uno. Pero entonces, uno de ellos, ya no recuerdo cual, señaló: “Es sólo una perra”. Me quedé paralizada, quise saltarles encima, escapar, pero mis patas no se movieron, fue ahí, en esa sensación de pánico, porque me dio pánico la frialdad de sus ojos, que sentí el primer golpe en la cabeza. Y así, siguieron varios en otras partes del cuerpo.

Abrí los ojos luego de tener la sensación de un largo sueño, pero no logré ver nada. Todo era oscuridad. Y aunque yo misma no tenía ganas de emitir ningún sonido, empecé a aullar de dolor, de miedo. No pretendía llamar a nadie. Era quizás un reflejo sobre el que recuerdo no haber tenido voluntad ni dominio. Escuché voces, varias, recuerdo haber querido sentir terror otra vez, pero casi inmediatamente, me invadió la desidia, un sentimiento parecido al masoquismo, que hicieran de mí lo que quisieran, total, si no eran ellos serían otros y otros y otros.

Me cargaron. No puse atención a qué murmuraban. Dejó de interesarme. Todo era oscuro para mí. ¿Qué más me daba ya? Supongo que me limpiaron porque sentía correr el agua sobre mi cabeza, sobre mis ojos. Me colocaron sobre una superficie blandita, el lugar más cómodo que experimenté en mi vida de perro, me pusieron comida, una comida de sabor agradable. Habría sido feliz si tan sólo no hubiera estado inmersa en esa oscuridad.

No sé cuánto tiempo pudo haber pasado, no sé ni siquiera si los días de perros se cuentan igual que los días humanos. Lo cierto es que escuché una voz distinta a las que aquellos días me habían rodeado. Fue la primera vez que escuché su voz. Me levanté a ciegas, retrocedió, debió sentir miedo por un instante. Entonces sentí una mano en mi cabeza, me quedé quieta porque jamás me había sucedido cosa similar. ¿Qué debía hacer? Levanté mi pata para devolver el saludo. Lo que siguió fueron murmullos y risas. Volví a mi superficie blanda y quise olvidar esa inmanejable sensación de calidez sobre mi cabeza.

Aquella noche sucedió algo, mentiría si digo que lo recuerdo bien. Una ventana, una luz, un ave. Cuando intento recordar curiosamente mi mente trae a colación el cuento de Pinocho. Hasta ahí llegan mis recuerdos de esa noche. El siguiente recuerdo es ya en mi forma humana, sentada en el asiento posterior de un coche color blanco, a su lado.

Paramos en una clínica. Allí me revisaron, me arreglaron el cabello y hasta supe lo que era un perfume. Nos dijeron que no podría ver nuevamente pero que la oscuridad era producto de la hinchazón del cráneo, que cuando esta hubiera bajado, podría ver la luz, al menos. Y es así. Por lo menos hoy puedo distinguir si es de día o de noche, veo borrosos colores o formas a las que poco a poco les he ido poniendo nombre: el sofá, la cocina, mi dormitorio, de lo contrario no podría serle útil.

Ya puedo barrer, cocinar, preparar un café, sin tropezarme. En las tardes, acompaño a Clara a caminar. Es una persona solitaria. Se podría decir que su única amiga soy yo. Su salud la obliga a dar largos paseos todos los días, si no fuera por eso, estoy segura que preferiría quedarse en casa y más en los días de frío y quizás yo tampoco estaría aquí. Clara necesitaba ayuda, compañía, buscaba a alguien sencillo con quien pudiera sentirse a gusto, una especie de “Dama de Compañía”. Hoy somos más que eso, me parece que somos familia. Yo no le digo qué hacer, sólo la acompaño, conversamos y creo que le hace bien.

La vida en casa es sencilla. Se levanta, se va al trabajo. Yo me quedo en casa encargada de todo. Cuando Clara llega, está todo limpio. Vamos al supermercado dos veces por semana. Suele comprar comida pre-cocida porque sabe que no sé cocinar. Subimos las compras. Cenamos. Vemos Crackle. Comentamos la serie de turno y luego cada una se retira a su habitación a esperar al día siguiente. Los domingos vamos al parque, comemos fuera. Como decía, nada importante. Hay tanta tibieza en esta convivencia que no resulta trascendente.

Si esta historia es importante es porque Clara lo es. Alguien por allí arriba, entre las nubes o en el espacio, o el hada de Pinocho, debió darse cuenta de que debíamos encontrarnos y decidió dotarme de formas humanas para poder conocerla. Me pregunto ¿cómo luciré? Por esta ceguera he sido incapaz de visualizar mi imagen humana aún cuando me paro varias veces frente al espejo, no logro ver nada. ¿Seré gorda? ¿Seré flaca? ¿Seguiré manteniendo el azul de mis ojos?

Debo confesar, alguna vez, haber dudado de mis formas humanas. Mi naturaleza animal, que debo conservar en el fondo de mi ser, me dice que no es de bestias salvajes creer en lo que no se ve. Entonces me contesto: “Es que no soy más una bestia salvaje, soy humana”. ¿Qué cómo lo sé?, la respuesta que me doy cada vez que emerge la duda es que… los perros jamás han vivido así…la dicha de esta vida que tengo junto a Ella la concibo sólo para humanos. No es de perros ser tan feliz.


Nota: En honor a Bianca, que encontró un cálido hogar después de que una paliza la dejara ciega.