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Anne seguía siendo virgen. Tenía 25 años.
Conocía feas que ya desde los 17 se jactaban de sus conquistas. No era fea. No
era fácil ni tampoco difícil. “Quizás, simple”, se decía aquella mañana
mientras se miraba al espejo acomodándose el cabello tras la oreja derecha y
soltando un mechón rubio para que cayera sobre el ojo izquierdo prolongándose
hasta que se perdía a la altura de los hombros. Opaca. Invisible.
Se levantó suavemente de la silla que la
enfrentaba al espejo. Aprovechó para analizarse una vez más. No era su ropa,
tampoco sus ideas, era ella. Era gris. Mínima.
Como siempre le vino a la mente el último
libro en alemán que leyó en la carrera. Jean Baptiste nació sin olor, ella, sin
color. Mientras tanto, iba agarrando sus cosas y de reojo se miraba al espejo,
como esperando verse con ojos más benévolos, pero sólo lograba fortalecer esas
convicciones que se le estaban moviendo desde tiempo atrás, así que casi
terminó de mal humor. Así le pasaba siempre que se observaba más de lo
estrictamente necesario.
Había planeado ese momento desde hacía tanto.
Quizá desde que se dio cuenta de que el mundo era más amplio que su simpleza.
Crecer le dolió. Nunca estuvo lista y sin embargo, en algún punto de su
historia personal se sintió arrojada del verano al otoño a un mundo de idiomas y
gestos que todos parecían captar y ella no. ¿A qué clase faltó y en qué
momento? ¿Por qué todos parecían siempre preparados y ella no?
Esa carrera empezó en el otoño número trece,
cuando se sentía aferrada a un “algo” de lo que sus contemporáneos parecían
querer constantemente sacudirse. Fue la primera vez que se sintió mínima,
desencajada e invisible. Alguna vez conoció el amor, pero este ni siquiera
regresó a mirarla. Sus historias se limitaban, entonces, a callarse ante las
pícaras anécdotas de sus amigas que habían empezado a mirarla con verdadera pena.
En algún momento pensó que tal vez debía
probar otras alternativas de género. Pero ni eso. Ni hombres, ni mujeres, ni
viejos, ni jóvenes. Era ella, otra vez, la sombra de Jean Baptiste.
Lo decidió. Un día probándose ropa en H&M,
le pareció todo grotesco y simplemente, terminó de encajar las piezas que se le
presentaron. Desde niña supo cómo y dónde. Sólo esperaba a cansarse un
poco más.
Y ahí estaba. Se cruzó la cartera. Le dio
tiempo a fijarse en lo mucho que le gustaba. Una Tous tipo bandolera que su
hermana le había regalado en su último cumpleaños. “Para que conquistes el
mundo”, le había puesto en la dedicatoria de la tarjeta. Volvió a sentirse de
malas. Lanzó la puerta al salir y piso fuerte cada escalón hasta llegar al
portal.
Fuera hacía sol. Hasta eso le dañaba los
planes. Habría necesitado un día lluvioso, compungido. Sin embargo, el otoño
casi terminaba y soplaba ya un vientecillo que ya podía considerase frío. “Con
eso me basta”, pensó.
Caminando empezó a encontrarse con sonrisas,
olores y colores de temporada. Verdes y rojas luces que se encendían y apagaba
a pesar de que apenas daban las 11 00 de la mañana. “Debí levantarme más
temprano”. Entonces recordó lo mucho que le gustaba dormir y despertar con olor
a pan recién hecho. Por un momento se sintió retenida en esos dos placeres.
Decepcionada de sí misma, se repitió como tantas veces: “¡Cómo eres así de
débil!” y no tardó en comenzar a patear la calle hasta llegar a la panadería
más cercana: “Un pain au chocolat, s’il
vous plaît”[1], se
escuchó pedir. Soltó cinco francos sobre el mostrador y salió saltando
ligeramente.
Calle abajo, casi llegando a la Maine recordó
a su abuela, cuando hacían el mismo camino con una bolsa de almendras tostadas
en la mano, traídas del mercado después de la compra para el día siguiente. Solían tomar el
segundo puente sobre la Maine, se paraban a la mitad y mientras el río les
arrojaba decenas de destellos de luz, su abuela comenzaba: “No te acerques a
aquel punto, Annette, las corrientes son fuertes, hay remolinos. Cuando éramos
niños, el hijo mayor de M. Benoît, un chico guapísimo, fuerte, no logró salir”,
se le nublaban los ojos y repetía: “Aún debe estar allí”. Y así, se repetían
las tardes, hasta que la pequeña Annette que la miraba con ojos grandes, se
terminaba las almendras indicando que estaban listas para regresar a casa.
La abuela había partido hacía un año y medio.
Ya no estaba para repetirle la dulce letanía. Buscó en su bolso, sacó un
pitillo y lo encendió con su Zippo. Otro regalo de cumpleaños que le gustaba
mucho. Se acordó de su padre y sonrió. Recordó que le puso el encendedor entre
las manos a escondidas de su madre que, desde la cocina, renegaba de su pipa
apestosa. “Lo negaré siempre”, le había dicho.
Pero…Seguía siendo transparente.
Lanzó los restos del cigarrillo al río y al
instante vio formarse los anillos líquidos que tanto le gustaban de niña.
“Cuando todo era más sencillo”.
Caminó hacia aquel punto límite entre su
curiosidad de niña y la añorada eternidad. Cayó en cuenta que se había puesto
los mocasines sin medias y el friecillo se le colaba por las vastas del
pantalón. A lo lejos divisaba el segundo puente. Colocándose la mano a modo de
visera, pudo ver dos personas asomadas volviendo sus caras al río. Parecían reír.
El remolino que se formaba en el agua era claro, perfecto, agresivo y casi
parecía dibujado con un lápiz muy afilado. Ligeras gotitas empezaron a posarse
sobre sus pies. Se sacó los zapatos porque le pareció una pena que nadie
pudiera aprovecharlos. A punto estaba de levantar un pie para entrar al agua
cuando levantó bruscamente la mirada. Una de las dos siluetas en el puente
empezaron a agitar las manos mientras la otra parecía señalarla a ella. Petrificada,
retrocedió. “Sí, abuela, siempre he sido una petite buena y obediente”.
Corrió. Descalza como estaba, abandonó sus
zapatos para que a alguien pudieran servirle y se metió a la primera peluquería
que encontró. “Un pixie[2]
très très court, s’il te plaît”[3].
Pensó para sus adentros que una mujer con ese cabello no podría volver a
sentirse vulnerable. Jamás.