Esta es la historia de un
caballero de barba roja que no tenía corazón y de un ave que un día descubrió
el amor.
Resulta que hubo una vez un
caballero, de rojas barbas, al que un día, en sus años de infancia, alguien, no
se sabe quién, le quitó el corazón. Se acostumbró a vivir sin más emociones que
las que sus ojos le dejaban percibir, tenía ansias de sentir y, por su buen
talante, algo llegaba a percibir pero al no tener corazón, las emociones morían
antes de llegar a convertirse en algún tipo de sentimiento.
Conoció este caballero en alguna
de sus andanzas a una dama a la que en seguida convirtió en su fiel compañera.
En el día, acostumbraba a salir a andar y desandar los caminos del reino con la
esperanza escondida de encontrar algo que lo despertara de esa especie de
letargo de insensibilidad en la que se hallaba atrapado sin él entender la
razón. Al ponerse el sol volvía a su casa con su eterna compañera con quien se
sentía seguro y cobijado. Llegaba con la penumbra pisándole los talones y sin
hacer otra cosa, buscaba el regazo de su dama, apoyaba su cabeza buscando unas
manos tibias que le desenredaran los pensamientos.
Un día como cualquier otro, el
caballero de nuestra historia, salió de su casa dispuesto a continuar la búsqueda
hacia el despertar de sentimientos que tanto ansiaba conocer. Caminó largo
tiempo, se cansó y buscó refugio bajo la sombra de un almendro. Con la mirada
perdida, de pronto algo llamó su atención: una sombra de inusual perfección se
extendía a pocos metros de él, levantó la vista al cielo buscando la
proveniencia de tal sombra y su mirada se encontró con una preciosa ave, su
plumas de un blanco impecable brillaban al contacto con los rayos del sol. El
ave magnífica capturó su atención al observar un perfecto movimiento de alas,
surcaba los cielos como en un delicado baile en solo; pero así como había
llegado, se perdió entre las nubes volando alto, muy alto. Aquella tarde llegó
el caballero a su casa con una inquietud inusual, buscó, como todas las tardes
el familiar regazo de su compañera pero se descubrió soñando con el recuerdo de
unas brillantes plumas.
Al amanecer, decidió caminar por
el mismo sendero recorrido el día anterior pero esta vez decidió prestar mayor
atención al cielo a ver si tenía la suerte de volver a ver a aquella ave.
Pasado el mediodía, ya cuando había perdido la esperanza de volverla a ver, el
suelo volvió a cubrirse con una sombra perfecta. Si hubiera tenido corazón
hubiera podido sentir acelerados sus latidos. Levantó sus ojos al cielo y ahí
estaba nuevamente, el mismo brillo en las plumas, la misma gracia e igual de
inalcanzable, la vio nuevamente perderse entre las nubes.
La historia se repitió todos los
días durante treinta amaneceres y atardeceres. La misma rutina al salir el sol,
al medio día el encuentro desde lejos, con el ave, y al ponerse el sol, el
regreso a casa a continuar soñando con el recuerdo de aquellas brillantes
plumas.
El siguiente día, salió a su
encuentro con el cielo, como ya era hábito. Aquel día el calor veraniego había
sido más intenso de lo normal y al ver que el ave no aparecía, decidió
refrescarse en las aguas de un estanque cercano. Allí se encontraba, entre
bebiendo y empapando su rostro, cuando vio la superficie del agua cubrirse con
una sombra que le era familiar. Casi temblando, nervioso pudo ver al ave
posarse sobre el agua tan graciosamente que quedó fascinado, la observó sin
parpadear quién sabe por cuánto tiempo hasta que ella, satisfecha con la
frescura del agua, levantó vuelo para
perderse nuevamente entre las nubes.
Cruzando los dedos para volver a
repetir la experiencia, volvió el caballero al otro día. El calor era mayor aún
y poco tuvo que esperar hasta ver al ave aparecer. Pero – esta vez - se dijo – no dejaré que se vaya. Tomo valor
y se acercó. Nunca había tenido el ave a ningún ser humano tan cerca de ella,
siempre había levantado vuelo antes de permitir un contacto con algo o alguien;
y eso estaba a punto de hacer cuando sintió una de las manos de aquel extraño
posarse sobre una de sus alas. Pudo haber volado igual, pero no lo hizo. Nadie
sabe si sintió miedo o la extrañó aquella sensación cálida al contacto con sus
plumas. Se quedó, y a partir de aquella tarde, el encuentro se repitió cada uno
de los días del resto del verano. Poco a poco, caballero y ave se devenían más cercanos,
pudieron jugar y entenderse sin más idioma común que la presencia de uno y
otro, tan distintos, tan distantes sus realidades y tan cerca que se sentían el
uno del otro.
Ya no era sólo el caballero quien
esperaba con ansias llegar al estanque, el ave también volaba lo más rápido que
podía a su cita de todas las tardes. El ave había descubierto un sentimiento
reservado sólo a los humanos. Tantas emociones juntas que, de haber tenido
corazón el caballero de las rojas barbas, podrían prontamente haberse
convertido en sentimientos.
Un buen día de aquellos, ya el
agua se había vuelto fría, ya los rayos del sol perdían calidez ante las
pellizcosas brisas que anunciaban el inicio del otoño, el caballero se presentó
como de costumbre pero el ave no apareció, esperó él y desesperó también y unas
horas después ya sin paciencia ni esperanza, resolvió regresar a su casa. Cuál
no sería su sorpresa cuando, en medio del camino de regreso a su hogar se
encontró con el ave que yacía en el suelo herida. Con nervios comprobó que
vivía, la tomó en brazos, y buscando refugio en una cueva cercana, comprobó que
tenía una patita rota; juntó hojas y ramas logrando inmovilizar y calmar el
dolor. Me quedaré contigo – le dijo – mañana ya podrás caminar, es sólo un
rasguño- y con el cariño del que era capaz al no tener corazón, trató de darle
calor acercándola hacia sí.
Ya muy entrada la noche, cuando
él dormía profundamente, el ave tomó forma humana y transformose en mujer. Curiosa,
en sus nuevas formas humanas, se levantó para observar a su compañero dormido, por
fin podía posar su mano sobre la de él, por fin pudo acariciar el suave rostro
y casi sin saber hacerlo, se acercó y posó una imitación de beso humano sobre
su frente. Él, más dormido que despierto, vislumbró la silueta de la bella
mujer que le resultó familiar y con tibieza y sin ninguna timidez correspondió
al beso que le habían dado.
Al día siguiente, nuestro
caballero se despertó con frío, extrañado de amanecer en aquella cueva en lugar
de en las cálidas frazadas de su cama. Recordaba haber visto en sueños a una
mujer, pero en su lugar descubrió al ave tendida a su costado y tuvo miedo.
Sintió que ese no era su sitio, sintió que el ave se le tornaba extraña, sintió
necesidad de correr. De pronto el ave que había sido su amiga durante tantos
meses se volvía un monstruo del cual necestaba huir. Se acomodó los zapatos y
corrió, huyó sin mirar atrás, espantado de esa sensación de pánico que de
pronto lo invadía. Casi sin respiración llegó con los rayos del sol del nuevo
día a tocar la puerta de su eterna compañera, colocó, como siempre la cabeza en
su regazo y tuvo la sensación de espantar todos los monstruos que lo habían
perseguido en el regreso a casa.
Mientras, el ave al despertar
descubrió que su amigo se había marchado, le costó levantarse, aún con la
patita lastimada. Cuando pudo ponerse en pie, en lugar de abandonar la cueva y
retornar a su nido, se posó a la entrada de la cueva durante tres días y tres
noches, esperando que el caballero volviera, pero éste nunca más apareció. Con
un peso en el pecho y dolida, levantó el vuelo mas ni siquiera sus magníficas
alas pudieron sostenerla. Cuando sintió desfallecer, a pesar de su recia
voluntad, no pudo más que pararse en un claro del bosque y, sin entender qué
pasaba dentro de sí, se puso de rodillas sólo para ver que, con la naturaleza
atónita como testigo, daba a luz a una pequeña de cabellos rojizos de cuya
espalda se desprendían dos brillantes alas.
Una vez más el ave había sido
tocada con un don que sólo se concede a los humanos.
Sin fuerzas el ave parecía pedir
descanso a su creador pero la pequeña niña que había salido de lo más profundo
de su ser, la recogió como sus fuerzas pudieron y montándola encima de su
espalda la llevó muy alto hasta que ambas se perdieron entre las nubes.
…Y dicen los caminantes que
recorren hoy esos senderos que a veces cuando el sol calienta se vislumbra
entre las nubes la pequeña silueta de una niña cargando un ave en sus espaldas.
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