martes, 22 de marzo de 2016

Cuentos para Adolescentes: Barba Roja

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio
Esta es la historia de un caballero de barba roja que no tenía corazón y de un ave que un día descubrió el amor.
Resulta que hubo una vez un caballero, de rojas barbas, al que un día, en sus años de infancia, alguien, no se sabe quién, le quitó el corazón. Se acostumbró a vivir sin más emociones que las que sus ojos le dejaban percibir, tenía ansias de sentir y, por su buen talante, algo llegaba a percibir pero al no tener corazón, las emociones morían antes de llegar a convertirse en algún tipo de sentimiento.
Conoció este caballero en alguna de sus andanzas a una dama a la que en seguida convirtió en su fiel compañera. En el día, acostumbraba a salir a andar y desandar los caminos del reino con la esperanza escondida de encontrar algo que lo despertara de esa especie de letargo de insensibilidad en la que se hallaba atrapado sin él entender la razón. Al ponerse el sol volvía a su casa con su eterna compañera con quien se sentía seguro y cobijado. Llegaba con la penumbra pisándole los talones y sin hacer otra cosa, buscaba el regazo de su dama, apoyaba su cabeza buscando unas manos tibias que le desenredaran los pensamientos.
Un día como cualquier otro, el caballero de nuestra historia, salió de su casa dispuesto a continuar la búsqueda hacia el despertar de sentimientos que tanto ansiaba conocer. Caminó largo tiempo, se cansó y buscó refugio bajo la sombra de un almendro. Con la mirada perdida, de pronto algo llamó su atención: una sombra de inusual perfección se extendía a pocos metros de él, levantó la vista al cielo buscando la proveniencia de tal sombra y su mirada se encontró con una preciosa ave, su plumas de un blanco impecable brillaban al contacto con los rayos del sol. El ave magnífica capturó su atención al observar un perfecto movimiento de alas, surcaba los cielos como en un delicado baile en solo; pero así como había llegado, se perdió entre las nubes volando alto, muy alto. Aquella tarde llegó el caballero a su casa con una inquietud inusual, buscó, como todas las tardes el familiar regazo de su compañera pero se descubrió soñando con el recuerdo de unas brillantes plumas.
Al amanecer, decidió caminar por el mismo sendero recorrido el día anterior pero esta vez decidió prestar mayor atención al cielo a ver si tenía la suerte de volver a ver a aquella ave. Pasado el mediodía, ya cuando había perdido la esperanza de volverla a ver, el suelo volvió a cubrirse con una sombra perfecta. Si hubiera tenido corazón hubiera podido sentir acelerados sus latidos. Levantó sus ojos al cielo y ahí estaba nuevamente, el mismo brillo en las plumas, la misma gracia e igual de inalcanzable, la vio nuevamente perderse entre las nubes.
La historia se repitió todos los días durante treinta amaneceres y atardeceres. La misma rutina al salir el sol, al medio día el encuentro desde lejos, con el ave, y al ponerse el sol, el regreso a casa a continuar soñando con el recuerdo de aquellas brillantes plumas.
El siguiente día, salió a su encuentro con el cielo, como ya era hábito. Aquel día el calor veraniego había sido más intenso de lo normal y al ver que el ave no aparecía, decidió refrescarse en las aguas de un estanque cercano. Allí se encontraba, entre bebiendo y empapando su rostro, cuando vio la superficie del agua cubrirse con una sombra que le era familiar. Casi temblando, nervioso pudo ver al ave posarse sobre el agua tan graciosamente que quedó fascinado, la observó sin parpadear quién sabe por cuánto tiempo hasta que ella, satisfecha con la frescura del agua,  levantó vuelo para perderse nuevamente entre las nubes.
Cruzando los dedos para volver a repetir la experiencia, volvió el caballero al otro día. El calor era mayor aún y poco tuvo que esperar hasta ver al ave aparecer. Pero – esta vez  - se dijo – no dejaré que se vaya. Tomo valor y se acercó. Nunca había tenido el ave a ningún ser humano tan cerca de ella, siempre había levantado vuelo antes de permitir un contacto con algo o alguien; y eso estaba a punto de hacer cuando sintió una de las manos de aquel extraño posarse sobre una de sus alas. Pudo haber volado igual, pero no lo hizo. Nadie sabe si sintió miedo o la extrañó aquella sensación cálida al contacto con sus plumas. Se quedó, y a partir de aquella tarde, el encuentro se repitió cada uno de los días del resto del verano. Poco a poco, caballero y ave se devenían más cercanos, pudieron jugar y entenderse sin más idioma común que la presencia de uno y otro, tan distintos, tan distantes sus realidades y tan cerca que se sentían el uno del otro.
Ya no era sólo el caballero quien esperaba con ansias llegar al estanque, el ave también volaba lo más rápido que podía a su cita de todas las tardes. El ave había descubierto un sentimiento reservado sólo a los humanos. Tantas emociones juntas que, de haber tenido corazón el caballero de las rojas barbas, podrían prontamente haberse convertido en sentimientos.
Un buen día de aquellos, ya el agua se había vuelto fría, ya los rayos del sol perdían calidez ante las pellizcosas brisas que anunciaban el inicio del otoño, el caballero se presentó como de costumbre pero el ave no apareció, esperó él y desesperó también y unas horas después ya sin paciencia ni esperanza, resolvió regresar a su casa. Cuál no sería su sorpresa cuando, en medio del camino de regreso a su hogar se encontró con el ave que yacía en el suelo herida. Con nervios comprobó que vivía, la tomó en brazos, y buscando refugio en una cueva cercana, comprobó que tenía una patita rota; juntó hojas y ramas logrando inmovilizar y calmar el dolor. Me quedaré contigo – le dijo – mañana ya podrás caminar, es sólo un rasguño- y con el cariño del que era capaz al no tener corazón, trató de darle calor acercándola hacia sí.
Ya muy entrada la noche, cuando él dormía profundamente, el ave tomó forma humana y transformose en mujer. Curiosa, en sus nuevas formas humanas, se levantó para observar a su compañero dormido, por fin podía posar su mano sobre la de él, por fin pudo acariciar el suave rostro y casi sin saber hacerlo, se acercó y posó una imitación de beso humano sobre su frente. Él, más dormido que despierto, vislumbró la silueta de la bella mujer que le resultó familiar y con tibieza y sin ninguna timidez correspondió al beso que le habían dado.
Al día siguiente, nuestro caballero se despertó con frío, extrañado de amanecer en aquella cueva en lugar de en las cálidas frazadas de su cama. Recordaba haber visto en sueños a una mujer, pero en su lugar descubrió al ave tendida a su costado y tuvo miedo. Sintió que ese no era su sitio, sintió que el ave se le tornaba extraña, sintió necesidad de correr. De pronto el ave que había sido su amiga durante tantos meses se volvía un monstruo del cual necestaba huir. Se acomodó los zapatos y corrió, huyó sin mirar atrás, espantado de esa sensación de pánico que de pronto lo invadía. Casi sin respiración llegó con los rayos del sol del nuevo día a tocar la puerta de su eterna compañera, colocó, como siempre la cabeza en su regazo y tuvo la sensación de espantar todos los monstruos que lo habían perseguido en el regreso a casa.
Mientras, el ave al despertar descubrió que su amigo se había marchado, le costó levantarse, aún con la patita lastimada. Cuando pudo ponerse en pie, en lugar de abandonar la cueva y retornar a su nido, se posó a la entrada de la cueva durante tres días y tres noches, esperando que el caballero volviera, pero éste nunca más apareció. Con un peso en el pecho y dolida, levantó el vuelo mas ni siquiera sus magníficas alas pudieron sostenerla. Cuando sintió desfallecer, a pesar de su recia voluntad, no pudo más que pararse en un claro del bosque y, sin entender qué pasaba dentro de sí, se puso de rodillas sólo para ver que, con la naturaleza atónita como testigo, daba a luz a una pequeña de cabellos rojizos de cuya espalda se desprendían dos brillantes alas.
Una vez más el ave había sido tocada con un don que sólo se concede a los humanos.
Sin fuerzas el ave parecía pedir descanso a su creador pero la pequeña niña que había salido de lo más profundo de su ser, la recogió como sus fuerzas pudieron y montándola encima de su espalda la llevó muy alto hasta que ambas se perdieron entre las nubes.
…Y dicen los caminantes que recorren hoy esos senderos que a veces cuando el sol calienta se vislumbra entre las nubes la pequeña silueta de una niña cargando un ave en sus espaldas.








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