lunes, 28 de marzo de 2016

Cuentos Urbanos: Una Crónica Rota

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio


        Elena dio un portazo. Tan fuerte que él y ella aún lo escuchan. Y corrió, corrió hasta cansarse, buscando llegar lejos de ella misma. Tal vez, todavía corre.

El día que María desapareció, Elena se había despertado temprano en su piso del centro. A veces se quedaba a dormir en casa de alguna amiga cuando se sentía sola.  Solía frecuentar la casa de María, hasta que su relación con Pablo empezó a volverse más seria y a María dejaron de quedarle noches para las amigas. Esa mañana, Elena se levantó con ganas de café, periódico y aire. Abrió todas las ventanas, buscó el periódico que solía deslizar el portero por debajo de su puerta, preparó café y se sentó en un montón de cojines que tenía en su pequeño balconcito para momentos como ese. Abrió el periódico y sin querer, se perdió en la crónica roja. Rara vez se detenía en ella. Esta vez le llamó la atención la noticia de un niño perdido a 7 cuadras de su calle, y siguió bajando la vista a otras noticias también desequilibrantes. Le disgustaba desilusionarse del ser humano de esa manera. Es más cómodo confiar que vivir en el desequilibrio que le produce la crónica roja.

Lo de siempre. Mujer asesinada en manos de su pareja. Accidentes laborales. Un colegio clausurado por el accidente de un alumno tras caerle una puerta encima. Cerró el periódico, molesta por su desliz. Sonó su móvil. Pablo. ¿Cuántas veces ha hablado con él por teléfono desde que empezó a salir con María? Esta sería la segunda vez en 2 años. Nadie sabe nada de María desde hace dos días. Una voz fría que no es la del Pablo que conoce le despliega un sin número de detalles. Confundida, trata de hacer memoria, ¿cuándo habló con ella por última vez? Darán aviso a la policía. La palabra “policía” la aturde, hace que todo suene serio, como en la crónica roja.

Camino a casa de la familia de María, Elena se encuentra con sus remordimientos, estaba enamorada de Pablo, esa es su verdad. Desde siempre. Desde mucho antes de María y Pablo o Pablo y María.  Calla a los remordimientos para llegar más rápido. La puerta está abierta, sabe a emergencia. Pablo. Pablo y los demás. La policía lleva 3 horas buscando a María. “Salió de su casa el jueves, a la hora de costumbre, dice el portero y no ha vuelto. Hemos esperado mucho”. Le parece que la madre de María se justifica con alguien o se culpa mientras se exculpa. Elena intenta apartar a manotazos la crónica roja de su mente.

Pasan horas. ¿Cuántas? ¡Qué corto se hace el tiempo cuando el silencio es largo! Nada. Pablo salió hace horas. ¿Son esas las que cuenta Elena? No, porque son horas cortas de espera no de desespero y se cuentan como abundantes minutos…demasiadas, a la falta de noticias. ¿A qué muerto estamos velando? Vuelve la crónica roja. Demasiado silencio.
Decide salir al jardín. Desde allí se ven los columpios del parque en donde sabe que juegan los sobrinos de María cuando van a visitar a los abuelos. Le tiemblan las manos. Los columpios le recuerdan que no conoce tanto a María. Es una amistad más de ganas que de tiempo. Ganas de ser amigas porque apetece, por lo mismo que uno se casa, porque encuentra en el otro, cosas que no sabía que se le habían perdido. Tantas veces han hablado de su infancia, compartido anécdotas como para incluir más a la una en la vida de la otra. Tiene amigas de la infancia, pero ninguna tan cercana como María. ¿Qué sentiría si María no volviera? ¿Qué recordaría más? Le vienen a la mente los grandes ojos azules. María, bonita no era, pero con esos ojos de azul indefenso había conquistado muchos corazones. Demasiados. Demasiados.

Baja a la calle, camina hacia el parque. María tenía que volver. Tenía que casarse con Pablo o, ¡mejor con otro! y jugar con sus hijos en esos columpios mientras sus padres los saludan desde la puerta de la casa. Le aturde que María empieza a convertirse en un fantasma. Sacude la cabeza y se sienta un columpio.

¿Cómo se conocieron? ¡María es envolvente! El recuerdo le hace gracia. Era época de saldos del verano, entraron en la misma tienda y halaron la misma falda. A punto estaba de soltar un argumento: “Yo la vi primero”, “A mí me queda bien el rosa”, “Yo soy más delgada” cuando vio unos ojos aguados y una sonrisa que la transportó a su primer día de guardería en que aquella niña simpática se le acercó sonriente, mirándola igualito y le dijo “¿Quieres ser mi amiga?”. Pues igual. No iba a decir que no esta vez. Se hicieron amigas y María se quedó con la falda rosa. Quedaron varias veces y no pasó mucho tiempo hasta que descubrió que María estaba completa, con todas sus defensas. La incompleta era ella. Eran muy parecidas, por eso congeniaron tan bien desde la primera limonada que salieron a tomar después de lo de los saldos. Lo que las diferenciaba era que María sabía querer y ella no, pero viendo a María aprendía un poco. María nació para ser feliz, lo único que descolocaba un poco ese concepto de felicidad eran esos ojos caídos de perro triste. Por lo demás, María era una perfecta explosión de júbilo constante.

Nuevamente una María fantasma. No. Cierra el pensamiento como cerró el periódico esta mañana y ve a Pablo acercarse a la casa en su moto. Maldita visión, alucinación de todas sus noches. María, María, María, repite como un mantra, desde hace tiempo. Toma aire y levanta las manos. Se da cuenta que Pablo habla por el móvil, todo como siempre. Demasiado natural. Hasta le parece que ríe. Vuelven a sudarle las manos. Piensa en la crónica roja. María. Fantasmas. Baja los brazos porque le hormiguean y se marea. Pablo la ha visto. Le parece que corre. ¿Corre hacia ella? No. Sacude la cabeza, desde el almuerzo del día anterior, sólo tiene un café en el estómago y ya dan cerca de las 6 30 de la tarde. 

La voz de Pablo siempre le suena algodonada. ¿A ella o a todo el planeta? Los recuerdos y la ausencia de María le habían dado frío pero al oír a Pablo siente tibieza, la misma sensación de cuando su padre la arropaba cuando se quedaba dormida en el sillón del salón. Por esa sensación supo que estaba enamorada y que no se le iba a pasar fácilmente.
¿Sonreíste, Pablo? Desde lejos, me pareció que sonreías. ¿Por qué no estás preocupado, Pablo?, como todos. Angustiados. No hay noticias todavía o ¿algo sabes? Pablo mueve la cabeza, le parece que duda. Tiene los ojos fríos. Quiere estar solo. La voz de algodón se aleja.

La frialdad de Pablo la desubica. No es él. Nuevamente la crónica roja. ¡Por qué tuvo que leerla justo esta mañana! Entra a la casa.  Silencio desesperante. Sus tacones sobre la madera suenan   escandalosos. Todos levantan la mirada y se fijan en ella. Sólo ahora se da cuenta que no conoce a nadie. ¿Dónde está Pablo? Sigue caminando y le pesa cada uno de sus pasos hasta que el suelo se vuelve de cerámica y no oye más sus tacones. Al final del pasillo, en la biblioteca, humo. Pablo.

Adivina su presencia. “Pregunta”, le dice de espaldas. “¿Por qué no estás triste, Pablo? ¿por qué?” A ella misma le suena a reproche. “Quiero a otra”, contesta seco. Palabras dichas así podrían cortar hasta el más afilado de los silencios.

Elena se encoge. Empequeñece. Enmudece. Embrutece. Estás de espaldas, Pablo ¿qué mirada tienes? ¿Dónde está María? ¿Dónde está el aire? “Pregunta ¿quién es?” Le tiembla la quijada. Le falta el aire. Recuerda que esa mañana amaneció necesitando aire. Tiene que salir corriendo. Retrocede. Maldita crónica roja. Tropieza. “Pregúntame quién es”. Siente que sus piernas van a dejar de responder de un momento a otro. Corre a través del pasillo, a través de la sala, sus tacones, más escandalosos ahora, explotan en el silencio de la madera.

Elena dio un portazo. Y corrió, corrió, tal vez todavía corre, dejando en Pablo la estela de duda… ¿llegó el portazo a apagar su voz a tiempo?

martes, 22 de marzo de 2016

Cuentos para Adolescentes: Barba Roja

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio
Esta es la historia de un caballero de barba roja que no tenía corazón y de un ave que un día descubrió el amor.
Resulta que hubo una vez un caballero, de rojas barbas, al que un día, en sus años de infancia, alguien, no se sabe quién, le quitó el corazón. Se acostumbró a vivir sin más emociones que las que sus ojos le dejaban percibir, tenía ansias de sentir y, por su buen talante, algo llegaba a percibir pero al no tener corazón, las emociones morían antes de llegar a convertirse en algún tipo de sentimiento.
Conoció este caballero en alguna de sus andanzas a una dama a la que en seguida convirtió en su fiel compañera. En el día, acostumbraba a salir a andar y desandar los caminos del reino con la esperanza escondida de encontrar algo que lo despertara de esa especie de letargo de insensibilidad en la que se hallaba atrapado sin él entender la razón. Al ponerse el sol volvía a su casa con su eterna compañera con quien se sentía seguro y cobijado. Llegaba con la penumbra pisándole los talones y sin hacer otra cosa, buscaba el regazo de su dama, apoyaba su cabeza buscando unas manos tibias que le desenredaran los pensamientos.
Un día como cualquier otro, el caballero de nuestra historia, salió de su casa dispuesto a continuar la búsqueda hacia el despertar de sentimientos que tanto ansiaba conocer. Caminó largo tiempo, se cansó y buscó refugio bajo la sombra de un almendro. Con la mirada perdida, de pronto algo llamó su atención: una sombra de inusual perfección se extendía a pocos metros de él, levantó la vista al cielo buscando la proveniencia de tal sombra y su mirada se encontró con una preciosa ave, su plumas de un blanco impecable brillaban al contacto con los rayos del sol. El ave magnífica capturó su atención al observar un perfecto movimiento de alas, surcaba los cielos como en un delicado baile en solo; pero así como había llegado, se perdió entre las nubes volando alto, muy alto. Aquella tarde llegó el caballero a su casa con una inquietud inusual, buscó, como todas las tardes el familiar regazo de su compañera pero se descubrió soñando con el recuerdo de unas brillantes plumas.
Al amanecer, decidió caminar por el mismo sendero recorrido el día anterior pero esta vez decidió prestar mayor atención al cielo a ver si tenía la suerte de volver a ver a aquella ave. Pasado el mediodía, ya cuando había perdido la esperanza de volverla a ver, el suelo volvió a cubrirse con una sombra perfecta. Si hubiera tenido corazón hubiera podido sentir acelerados sus latidos. Levantó sus ojos al cielo y ahí estaba nuevamente, el mismo brillo en las plumas, la misma gracia e igual de inalcanzable, la vio nuevamente perderse entre las nubes.
La historia se repitió todos los días durante treinta amaneceres y atardeceres. La misma rutina al salir el sol, al medio día el encuentro desde lejos, con el ave, y al ponerse el sol, el regreso a casa a continuar soñando con el recuerdo de aquellas brillantes plumas.
El siguiente día, salió a su encuentro con el cielo, como ya era hábito. Aquel día el calor veraniego había sido más intenso de lo normal y al ver que el ave no aparecía, decidió refrescarse en las aguas de un estanque cercano. Allí se encontraba, entre bebiendo y empapando su rostro, cuando vio la superficie del agua cubrirse con una sombra que le era familiar. Casi temblando, nervioso pudo ver al ave posarse sobre el agua tan graciosamente que quedó fascinado, la observó sin parpadear quién sabe por cuánto tiempo hasta que ella, satisfecha con la frescura del agua,  levantó vuelo para perderse nuevamente entre las nubes.
Cruzando los dedos para volver a repetir la experiencia, volvió el caballero al otro día. El calor era mayor aún y poco tuvo que esperar hasta ver al ave aparecer. Pero – esta vez  - se dijo – no dejaré que se vaya. Tomo valor y se acercó. Nunca había tenido el ave a ningún ser humano tan cerca de ella, siempre había levantado vuelo antes de permitir un contacto con algo o alguien; y eso estaba a punto de hacer cuando sintió una de las manos de aquel extraño posarse sobre una de sus alas. Pudo haber volado igual, pero no lo hizo. Nadie sabe si sintió miedo o la extrañó aquella sensación cálida al contacto con sus plumas. Se quedó, y a partir de aquella tarde, el encuentro se repitió cada uno de los días del resto del verano. Poco a poco, caballero y ave se devenían más cercanos, pudieron jugar y entenderse sin más idioma común que la presencia de uno y otro, tan distintos, tan distantes sus realidades y tan cerca que se sentían el uno del otro.
Ya no era sólo el caballero quien esperaba con ansias llegar al estanque, el ave también volaba lo más rápido que podía a su cita de todas las tardes. El ave había descubierto un sentimiento reservado sólo a los humanos. Tantas emociones juntas que, de haber tenido corazón el caballero de las rojas barbas, podrían prontamente haberse convertido en sentimientos.
Un buen día de aquellos, ya el agua se había vuelto fría, ya los rayos del sol perdían calidez ante las pellizcosas brisas que anunciaban el inicio del otoño, el caballero se presentó como de costumbre pero el ave no apareció, esperó él y desesperó también y unas horas después ya sin paciencia ni esperanza, resolvió regresar a su casa. Cuál no sería su sorpresa cuando, en medio del camino de regreso a su hogar se encontró con el ave que yacía en el suelo herida. Con nervios comprobó que vivía, la tomó en brazos, y buscando refugio en una cueva cercana, comprobó que tenía una patita rota; juntó hojas y ramas logrando inmovilizar y calmar el dolor. Me quedaré contigo – le dijo – mañana ya podrás caminar, es sólo un rasguño- y con el cariño del que era capaz al no tener corazón, trató de darle calor acercándola hacia sí.
Ya muy entrada la noche, cuando él dormía profundamente, el ave tomó forma humana y transformose en mujer. Curiosa, en sus nuevas formas humanas, se levantó para observar a su compañero dormido, por fin podía posar su mano sobre la de él, por fin pudo acariciar el suave rostro y casi sin saber hacerlo, se acercó y posó una imitación de beso humano sobre su frente. Él, más dormido que despierto, vislumbró la silueta de la bella mujer que le resultó familiar y con tibieza y sin ninguna timidez correspondió al beso que le habían dado.
Al día siguiente, nuestro caballero se despertó con frío, extrañado de amanecer en aquella cueva en lugar de en las cálidas frazadas de su cama. Recordaba haber visto en sueños a una mujer, pero en su lugar descubrió al ave tendida a su costado y tuvo miedo. Sintió que ese no era su sitio, sintió que el ave se le tornaba extraña, sintió necesidad de correr. De pronto el ave que había sido su amiga durante tantos meses se volvía un monstruo del cual necestaba huir. Se acomodó los zapatos y corrió, huyó sin mirar atrás, espantado de esa sensación de pánico que de pronto lo invadía. Casi sin respiración llegó con los rayos del sol del nuevo día a tocar la puerta de su eterna compañera, colocó, como siempre la cabeza en su regazo y tuvo la sensación de espantar todos los monstruos que lo habían perseguido en el regreso a casa.
Mientras, el ave al despertar descubrió que su amigo se había marchado, le costó levantarse, aún con la patita lastimada. Cuando pudo ponerse en pie, en lugar de abandonar la cueva y retornar a su nido, se posó a la entrada de la cueva durante tres días y tres noches, esperando que el caballero volviera, pero éste nunca más apareció. Con un peso en el pecho y dolida, levantó el vuelo mas ni siquiera sus magníficas alas pudieron sostenerla. Cuando sintió desfallecer, a pesar de su recia voluntad, no pudo más que pararse en un claro del bosque y, sin entender qué pasaba dentro de sí, se puso de rodillas sólo para ver que, con la naturaleza atónita como testigo, daba a luz a una pequeña de cabellos rojizos de cuya espalda se desprendían dos brillantes alas.
Una vez más el ave había sido tocada con un don que sólo se concede a los humanos.
Sin fuerzas el ave parecía pedir descanso a su creador pero la pequeña niña que había salido de lo más profundo de su ser, la recogió como sus fuerzas pudieron y montándola encima de su espalda la llevó muy alto hasta que ambas se perdieron entre las nubes.
…Y dicen los caminantes que recorren hoy esos senderos que a veces cuando el sol calienta se vislumbra entre las nubes la pequeña silueta de una niña cargando un ave en sus espaldas.








Cuento para Adolescentes: El Guerrero que no llegó para quedarse

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio
Hace mucho tiempo en un país no muy lejano, vivía una princesa china, nació con el don de encantar el alma de todo aquel que osara mirarla. Su belleza era perfecta: ni tan bella como para opacar a otras sino más bien tan discreta que al observarla en lugar de  empalagar, reconfortaba el espíritu. Eran tiempos tibios en aquellos meses, el otoño poco a poco cedía paso a días más fríos y mientras el paisaje cambiaba a días grises, el aya adaptaba los atuendos de la pequeña a los días venideros, la mamá de la princesa esperaba inquieta…
Años atrás, había llegado a sus oídos la leyenda de un guerrero de fama confusa que recorría solitario campos y ciudades. Creía recordar que alguien le había hablado él como el mejor de los caballeros e incluso en alguno de sus sueños creía haberse enamorado un poco sin conocerlo y sin embargo, a alguna parte de ella le intimidaba; recordaba haber escuchado a su tía y a su madre comentando “Dicen que se roba el espíritu de quienes se atreven a acercarse, por eso está solo y condenado a vagar por el mundo acompañado del espíritu de su guardiana, una doncella extranjera”. La noche anterior, un ángel se le presentó en sueños y le susurró al oído “El guerrero está cerca, ha escuchado hablar del don de tu hija y viene a enfrentarla pero tu hija vencerá” y sin decir otra cosa se marchó, diluyéndose entre la oscuridad, tal como había llegado.
La mamá de la princesita retorcía, deshacía, repetía las palabras del ángel para poder entenderlas mejor y, sin poder hacerlo, cada día su inquietud era más intensa.
El ángel empezó a aparecer en sus sueños “El guerrero está cerca”, le decía y así lo hizo durante 14 días. El día número 15 el ángel se le apareció esta vez montado en un rayo de luz del medio día “El guerrero ha llegado pero, recuerda, esta no es tu guerra”.
¿Guerra? ¿Quién había hablado de guerra?  La princesa era una niña, ¿cómo podía librar una guerra? El espíritu de mi hija es fuerte – pensó – le prestaré mi cuerpo para la batalla. Y con la valentía que sólo tienen las madres, arregló un pequeño zurrón con lo indispensable para la pequeña para emprender juntas el camino para buscar al tan anunciado caballero. Mientras iba pensando en qué harían cuando lo tuviesen delante (¡a lo mejor se cruzaban con él en medio del camino sin saber, a lo mejor hasta podían huir para no enfrentarlo!), una sombra las cubrió por completo. Por instinto tomó a la niña en brazos para protegerla y levantó la cabeza; de pie frente a ella encontró a un hombre que le sonreía y lo reconoció, al verlo entendió que la princesa no corría peligro porque ella era más fuerte que él y recordando las palabras del ángel “El guerrero ha llegado pero esta no es tu guerra”, sin decir una palabra, le dio un beso a la pequeña en sus regordetas mejillas y se apartó.
Con curiosidad el caballero se agachó a observar a la niña, había escuchado tanto de la famosa princesa china, del don de encantar las almas de quienes se detuvieran a mirarla, un don tan parecido al suyo propio que le había generado curiosidad, ni él mismo sabía qué haría al encontrarla: ¿intentaría enfrentarla? ¿anularla? ¿vencerla? Pero nada tuvo que hacer pues de repente vio a la niña sentarse en el suelo curiosa a jugar con las piedritas de colores del camino totalmente ajena a lo que a su alrededor sucedía.
A la madre que observaba de lejos, de pronto, le angustió una duda, la dureza en la mirada del guerrero podía sofocar el don de la princesa y le dolió intensamente el daño que pudiera sufrir. A punto estaba de salir del escondite cuando, con gran sorpresa, vio al guerrero caer de rodillas frente a la gentil princesita que, sin entender lo que pasaba solamente le sonreía. ¡Qué has hecho – musitó – te has acercado a mí, más de lo que permito a nadie y aún sin tocarme has logrado arrancarme el corazón! Temiendo lo peor, la madre de la niña salió de su anonimato y acercándose por detrás del guerrero, intentó apartarlo de su hija pero el caballero era tan fuerte que ni siquiera se percató de la presencia de la madre y con un movimiento que ni siquiera él notó, la lanzó lejos.
Ya sin corazón, el guerrero buscó la ayuda del espíritu que lo acompañaba. Llévame -le pidió- lo más lejos posible, donde nadie jamás se entere de lo que ha sucedido y dirigiéndose a la pequeña, invadido por un intenso dolor en el lugar donde antes estuvo su corazón, logró balbucear: “Devuelve mi corazón cuando no lo necesites más” y herido, partió, en brazos de su guardiana a un lugar donde ya nadie supo encontrarlo.
Recuperada del golpe, la madre se levantó, abrazó a su pequeña sin tener muy claro lo que había sucedido, todo había pasado delante sus ojos con una rapidez insólita. Cobijó a la niña y al emprender el camino de regreso a palacio se dio cuenta que flotaba en el aire, sus pies no lograban tocar el suelo al caminar, estaba más ligera. El caballero sin saberlo siquiera, había robado su espíritu.
Sin espíritu ya, sintió ganas de llorar pero recordó que sin espíritu no se puede llorar, sin embargo, una última lágrima que había quedado almacenada en sus ojos rodó por su mejilla, la princesita al ver a su madre llorando le preguntó qué le pasaba “Me he quedado sin espíritu”, le contestó.
Al ver a su mamá tan triste, la niña abrió su manito y, ¡oh sorpresa!, ante los ojos perplejos de la madre y con mucha delicadeza, colocó el corazón del guerrero en el lugar en donde todas las mamás guardan el espíritu.
Y colorín colorado….