Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio |
Elena dio un portazo. Tan fuerte que él y ella aún lo escuchan. Y corrió, corrió hasta cansarse, buscando llegar lejos de ella misma. Tal vez, todavía corre.
El
día que María desapareció, Elena se había despertado temprano en su piso del
centro. A veces se quedaba a dormir en casa de alguna amiga cuando se sentía
sola. Solía frecuentar la casa de María,
hasta que su relación con Pablo empezó a volverse más seria y a María dejaron
de quedarle noches para las amigas. Esa mañana, Elena se levantó con ganas de
café, periódico y aire. Abrió todas las ventanas, buscó el periódico que solía
deslizar el portero por debajo de su puerta, preparó café y se sentó en un
montón de cojines que tenía en su pequeño balconcito para momentos como ese.
Abrió el periódico y sin querer, se perdió en la crónica roja. Rara vez se
detenía en ella. Esta vez le llamó la atención la noticia de un niño perdido a
7 cuadras de su calle, y siguió bajando la vista a otras noticias también
desequilibrantes. Le disgustaba desilusionarse del ser humano de esa manera. Es
más cómodo confiar que vivir en el desequilibrio que le produce la crónica
roja.
Lo
de siempre. Mujer asesinada en manos de su pareja. Accidentes laborales. Un
colegio clausurado por el accidente de un alumno tras caerle una puerta encima.
Cerró el periódico, molesta por su desliz. Sonó su móvil. Pablo. ¿Cuántas veces
ha hablado con él por teléfono desde que empezó a salir con María? Esta sería
la segunda vez en 2 años. Nadie sabe nada de María desde hace dos días. Una voz
fría que no es la del Pablo que conoce le despliega un sin número de detalles.
Confundida, trata de hacer memoria, ¿cuándo habló con ella por última vez?
Darán aviso a la policía. La palabra “policía” la aturde, hace que todo suene
serio, como en la crónica roja.
Camino
a casa de la familia de María, Elena se encuentra con sus remordimientos,
estaba enamorada de Pablo, esa es su verdad. Desde siempre. Desde mucho antes de
María y Pablo o Pablo y María. Calla a
los remordimientos para llegar más rápido. La puerta está abierta, sabe a
emergencia. Pablo. Pablo y los demás. La policía lleva 3 horas buscando a
María. “Salió de su casa el jueves, a la hora de costumbre, dice el portero y
no ha vuelto. Hemos esperado mucho”. Le parece que la madre de María se
justifica con alguien o se culpa mientras se exculpa. Elena intenta apartar a
manotazos la crónica roja de su mente.
Pasan
horas. ¿Cuántas? ¡Qué corto se hace el tiempo cuando el silencio es largo!
Nada. Pablo salió hace horas. ¿Son esas las que cuenta Elena? No, porque son
horas cortas de espera no de desespero y se cuentan como abundantes
minutos…demasiadas, a la falta de noticias. ¿A qué muerto estamos velando?
Vuelve la crónica roja. Demasiado silencio.
Decide salir al
jardín. Desde allí se ven los columpios del parque en donde sabe que juegan los
sobrinos de María cuando van a visitar a los abuelos. Le tiemblan las manos.
Los columpios le recuerdan que no conoce tanto a María. Es una amistad más de
ganas que de tiempo. Ganas de ser amigas porque apetece, por lo mismo que uno
se casa, porque encuentra en el otro, cosas que no sabía que se le habían
perdido. Tantas veces han hablado de su infancia, compartido anécdotas como
para incluir más a la una en la vida de la otra. Tiene amigas de la infancia,
pero ninguna tan cercana como María. ¿Qué sentiría si María no volviera? ¿Qué
recordaría más? Le vienen a la mente los grandes ojos azules. María, bonita no
era, pero con esos ojos de azul indefenso había conquistado muchos corazones.
Demasiados. Demasiados.
Baja
a la calle, camina hacia el parque. María tenía que volver. Tenía que casarse
con Pablo o, ¡mejor con otro! y jugar con sus hijos en esos columpios mientras
sus padres los saludan desde la puerta de la casa. Le aturde que María empieza
a convertirse en un fantasma. Sacude la cabeza y se sienta un columpio.
¿Cómo
se conocieron? ¡María es envolvente! El recuerdo le hace gracia. Era época de
saldos del verano, entraron en la misma tienda y halaron la misma falda. A
punto estaba de soltar un argumento: “Yo la vi primero”, “A mí me queda bien el
rosa”, “Yo soy más delgada” cuando vio unos ojos aguados y una sonrisa que la
transportó a su primer día de guardería en que aquella niña simpática se le
acercó sonriente, mirándola igualito y le dijo “¿Quieres ser mi amiga?”. Pues
igual. No iba a decir que no esta vez. Se hicieron amigas y María se quedó con
la falda rosa. Quedaron varias veces y no pasó mucho tiempo hasta que descubrió
que María estaba completa, con todas sus defensas. La incompleta era ella. Eran
muy parecidas, por eso congeniaron tan bien desde la primera limonada que
salieron a tomar después de lo de los saldos. Lo que las diferenciaba era que
María sabía querer y ella no, pero viendo a María aprendía un poco. María nació
para ser feliz, lo único que descolocaba un poco ese concepto de felicidad eran
esos ojos caídos de perro triste. Por lo demás, María era una perfecta
explosión de júbilo constante.
Nuevamente
una María fantasma. No. Cierra el pensamiento como cerró el periódico esta
mañana y ve a Pablo acercarse a la casa en su moto. Maldita visión, alucinación
de todas sus noches. María, María, María, repite como un mantra, desde hace
tiempo. Toma aire y levanta las manos. Se da cuenta que Pablo habla por el
móvil, todo como siempre. Demasiado natural. Hasta le parece que ríe. Vuelven a
sudarle las manos. Piensa en la crónica roja. María. Fantasmas. Baja los brazos
porque le hormiguean y se marea. Pablo la ha visto. Le parece que corre. ¿Corre
hacia ella? No. Sacude la cabeza, desde el almuerzo del día anterior, sólo
tiene un café en el estómago y ya dan cerca de las 6 30 de la tarde.
La
voz de Pablo siempre le suena algodonada. ¿A ella o a todo el planeta? Los
recuerdos y la ausencia de María le habían dado frío pero al oír a Pablo siente
tibieza, la misma sensación de cuando su padre la arropaba cuando se quedaba
dormida en el sillón del salón. Por esa sensación supo que estaba enamorada y
que no se le iba a pasar fácilmente.
¿Sonreíste, Pablo?
Desde lejos, me pareció que sonreías. ¿Por qué no estás preocupado, Pablo?,
como todos. Angustiados. No hay noticias todavía o ¿algo sabes? Pablo mueve la
cabeza, le parece que duda. Tiene los ojos fríos. Quiere estar solo. La voz de
algodón se aleja.
La
frialdad de Pablo la desubica. No es él. Nuevamente la crónica roja. ¡Por qué
tuvo que leerla justo esta mañana! Entra a la casa. Silencio desesperante. Sus tacones sobre la
madera suenan escandalosos. Todos
levantan la mirada y se fijan en ella. Sólo ahora se da cuenta que no conoce a
nadie. ¿Dónde está Pablo? Sigue caminando y le pesa cada uno de sus pasos hasta
que el suelo se vuelve de cerámica y no oye más sus tacones. Al final del
pasillo, en la biblioteca, humo. Pablo.
Adivina
su presencia. “Pregunta”, le dice de espaldas. “¿Por qué no estás triste,
Pablo? ¿por qué?” A ella misma le suena a reproche. “Quiero a otra”, contesta
seco. Palabras dichas así podrían cortar hasta el más afilado de los silencios.
Elena se encoge.
Empequeñece. Enmudece. Embrutece. Estás de espaldas, Pablo ¿qué mirada tienes?
¿Dónde está María? ¿Dónde está el aire? “Pregunta ¿quién es?” Le tiembla la
quijada. Le falta el aire. Recuerda que esa mañana amaneció necesitando aire.
Tiene que salir corriendo. Retrocede. Maldita crónica roja. Tropieza.
“Pregúntame quién es”. Siente que sus piernas van a dejar de responder de un
momento a otro. Corre a través del pasillo, a través de la sala, sus tacones,
más escandalosos ahora, explotan en el silencio de la madera.