martes, 18 de abril de 2023

Déjame que te cuente, pequeña

 


        Pensar en dónde iniciar este relato no ha sido fácil. Encontrar el momento de los momentos, ese que describe quién soy desde la esencia y la atemporalidad, ha requerido que pase las páginas de los más de quince mil setecientos treinta y un días que llevo en mis memorias tan velozmente como se mueven las páginas de los cómics en las pantallas de inicio de las películas de Marvel. Para encontrar el inicio de nuestra historia, la mente me ha llevado a un pequeño recodo de recuerdo que quizás pudiera ser el que enlace a la niña que era y a tu mamá.

Tenía 11 años cumplidos hacía un mes o un poco más. Había salido de vacaciones dos meses antes y en esas tardes de invierno ochentero, a punta de ventilador, en que Guayaquil se volvía una olla de agua en ebullición, buscaba algo que me alejara un rato de la adictiva programación de Ecuavisa. El masoquismo de alejarme de aquella insipiente tecnología que mis padres criticaban con severidad injustificada hallaba explicación en mi capacidad para reproducir en mi mente las voces de mis padres que, anticipándose a mis movimientos, me advertían sobre tal o cual cosa justo en el momento en el que pretendía creerme grande, y que incluso ahora, las mantengo advenedizas, sobrevivientes al naufragio de los días de infancia, guiándome como antaño. En mi cabeza escuchaba a mi mamá saliendo con sus tacos al trabajo "que no me levante tan tarde, que me ponga a hacer algo útil, que no me dedique a estar solo acostada comiendo galletas Ritz, jugando a las barbies o viendo la caja boba".

A medida que voy escribiendo y los recuerdos van cuadrándose ante mí como soldaditos a la espera de instrucciones de uso, voy desgranando las ironías del tiempo. Hoy mi mamá, a quien jamás vi delante de un televisor salvo para ver el noticiero de medio día de Teleamazonas, se deja seducir por Netflix, llama "Smart" a la entonces caja tonta y, por herencia política, no se cansa de repetir el repelús que le supone el bendito canal 5.

Puedo contarte que esas fueron las últimas vacaciones en las que jugué con mis barbies. Me pregunto cuándo fue el último día que las devolví a la repisa después de jugar con ellas y nunca más las moví. Me había hecho el propósito de que, al iniciar el 6to grado, último año de escuela, se acabarían las barbies, como una suerte de férrea disciplina que trataba de impartirme a mí misma. Siempre trataba de mantener la rigurosidad en mi vida, por el simple miedo a que todo se me saliera de las manos, tenía terror a no saber manejar las cosas en el mundo real. La escuela, por eso, me resultaba cómoda, porque era predecible: su horario de entrada, el ritual del uniforme, la hora de sentarse a hacer los deberes después de comer.

Mi productividad, en aquellos días, me la medía en función de mis tareas.  Había cumplido mi meta si terminaba justo cuando empezaba la novela de las 6 o, si la tarea había sido muy larga, podía prolongarme sólo hasta las 6 30. No me era fácil entender cómo vivían los adultos sin incluir un horario de clases o el diario escolar en sus rutinas. Me repetía que cuando fuera grande iba a seguir manteniendo mi diario escolar y me haría un “horario de clases”. Allí nació mi relación inseparable con las agendas y con el organizador de Outlook que les ponen el tinte escolar a mis labores de adulta.

En aquellas vacaciones fue cuando decidí empezar a crecer. Me propuse organizarme correctamente. Me coloqué un horario vacacional. Levantarme a las 8. Desayunar el lunes tostada de queso, el martes cornflakes, el miércoles tostadas con miel y batido de guineo. A las 9 ver Rinconcito con mi hermana. A las 10 ver Comic Strips. A las 10 30 tomar el té de menta que me traía mi abuelita Esmeralda; así sucesivamente, hasta que daban las 12 30 en que mi mamá regresaba a almorzar y todo tenía que estar en perfecto orden para que no levantara en exceso las cejas y empezara el taca tacatá de la retahíla de frases que ninguno quería escuchar. A la 1 almorzar. A la 1 30 ver el Show de Bernard mientras despedía con ansias a mi mamá que regresaba al trabajo, para poder sentarme con mi abuelita a ver clandestinamente la novela de las 2.

Mi papá había prohibido "terminantemente" que yo tuviera contacto con las telenovelas. Ironías del tiempo también, cuando te escucho decir que tus pocos recuerdos de telenovelas las tienes al lado de tu abuelo y del canal de Las Estrellas. Pero esas vacaciones daban la Dama de Rosa y era imposible ser obediente en ese particular aspecto. Con la complicidad de mi abuelita, nos sentábamos todas las tardes en el cuarto de mis papás a ver la mejor telenovela de la historia de la humanidad y que hacía que valiera la pena pasar por desobediente.

Después, continuaba mi horario establecido, de 3 a 4, leer. En aquellas vacaciones leí "María” de Jorge Isaacs que fue un regalo de mi abuelita Laura. De María se me quedó para siempre esa naturaleza medio trágica para entender ciertas cosas de la vida. El horario de 4 a 6 era mi mayor problema, o me sentaba a ver Jayce y los Guerreros Rodantes y los Thundercats y Ulises 31 y ya perdía toda la tarde o me inventaba algo para callar las voces de mis padres en mi cabeza.

Entonces, esa tarde, recordé que tenía guardada todavía, mi caja de costura de la escuela. En quinto grado nos habían enseñado a tejer con croché, me había sobrado lana, una linda lana brillante y decidí asignar una hora para tejer. Pensé que las abuelitas siempre estaban tejiendo ropa de bebé, así que empecé a tejer unos escarpines sin tener la menor idea de cuál iba a ser el resultado final. Con ilusión, desde ese momento, punto a punto, adoptaba el aire serio de persona que teje y no ve los dibujos animados de la tarde.

Llegada la hora de tejer, durante el tiempo que duraron esas vacaciones de 1988, prendía mi grabadora Sanyo plateada para que la música me acompañara mientras iba dándole forma al impredecible tejido.

Ese año empecé a sintonizar fielmente I99 e infielmente 96.5 Stéreo y 11Q. Cada emisora tenía un estilo diferente y un locutor que las identificaba. Eran cosas que en aquella época importaban para comentar con las amigas ¿la voz de qué locutor te gusta? ¿Cuál es tu programa favorito de la radio? Todas empezábamos ya a jactarnos de que nuestros programas y locutores favoritos estaban en horarios en los que los demás dormían y como testimonio de nuestros primeros desvelos, comentábamos y contrastábamos lo que habían dicho los locutores a la 1 de la madrugada o sobre el set de hits románticos sin locución que, a altas horas de la noche, nos había permitido grabar sin interrupciones casi todo el lado de un cassette.

La programación de las tardes era distinta, menos romántica, más moderna, pero mis tardes eran más de rock latino proveniente de un cassette que mi mamá había mandado a recopilar para mí en el estudio de grabación de su trabajo. Meses antes, con apenas 10 años, gracias a ese cassette gris transparente con etiqueta azul, mi mamá puso en mis manos a Ilegales de España, Gustavo Cerati se colaba en mi cuarto endulzando las puntadas de mi croché con las sagradas notas de Soda Stereo, música que yo defendía ante mis amigas que tenían gustos un poco más ligeros como Fandango, Flans o Timbiriche.

Fue así como en ese mes sobrante que me quedaba de vacaciones, entre la música de Soda y Depeche, Enanitos Verdes, poco antes de entrar a clases en mayo de 1988, el tiempo y mi poca destreza me alcanzaron para tejer a penas un escarpín.

Uff, los recuerdos me llegan de pronto a borbotones, desordenados, estimulados por Signos y Strangelove que puse en la cola de reproducción. Me llevan despacio por el recorrido de mi expreso escolar por el sur de la ciudad, pasando por el Top Cream de los Almendros, volviendo al olor de cacao tostado de la Domingo Comín a la altura de La Universal, viendo a lo lejos la Selvita de La Saiba y finalmente cruzando la calle hacia la panadería de El Oro y Rosa Borja de Icaza, diagonal al Banco del Pacífico en donde vendían las milhojas más ricas de todas las milhojas y que no he vuelto a probar.

En esos primeros días de mayo coloqué en mi calendario mi primer "red day", como lo bauticé e inicié la eterna cuenta de 28 días en 28 días. No sé si fue coincidencia de fechas o un encaje perfecto de piezas fisiológicas y psicológicas, pero al terminar de tejer ese escarpín rectangular que no quedó delicado como suelen quedarles a las abuelitas, lo miré y el corazón se me hizo chiquito, lo miré nuevamente, sorprendida porque de pronto caí en cuenta de que un día sería mamá, respiré y juro que pensé "algún día, le contaré a mi hija - no me imaginé un niño - que esta fue la primera vez que pensé en ella".

                Con ese pensamiento, volví a mi caja de costura, busqué una cinta finita color concho de vino, la pasé por donde las puntadas estaban menos apretadas para que el escarpín adquiriera de forma postiza esa delicadeza que yo no le había dado, lo coloqué dentro de una cajita de madera de chocolates Bíos, con la convicción de que lo guardaría para siempre para enseñárselo a una linda niña a la que algún día seguramente le contaría esta historia.

Las múltiples mudanzas, la fragilidad de la mente y los infinitos momentos que uno va apilando en la memoria, escondieron mi escarpín, pero esa hojeada rápida a mis recuerdos, sostenida por la música en mi Spotify, reseteó la máquina del tiempo hasta ubicarme de la forma más natural entre esos días y pude llegar a ese momento en el que la niña de 11 años que todavía se creía la Mujer Maravilla convergió, por un instante, con la mamá de la pequeña Elisa.

Algún día te sucederá a ti. Te subirás en alguna canción, volverás a estos lugares que quizás serán, a ese punto, parte de tu pasado. Desde el lugar del mundo en el que te encuentres, volverás a recorrer las calles de tu Guayaquil, escucharás a lo lejos la voz de tu mamá llamándote “Elisaaaaaaaaa, ¡ven acá!" y en ese momento sabrás que cuando alguien te pregunte ¿Quién eres?, para responder correctamente sólo deberás rebuscar en tus recuerdos, regresar en el tiempo, porque aunque la vida pasa veloz, atropelladamente, personas como tú y yo, nunca dejan de ser una chiquilla capaz de ver el mundo con los mismos ojos de los dulces años de infancia.

Guayaquil, 5 de abril de 2023