martes, 26 de febrero de 2019

El último viaje a casa

Hace una semana amanezco dando la espalda a esta torre que ha sido el paisaje que escogí hace 15 años para vivir mi vida de hombre hecho y derecho. En un piso 18, decidí no tener cortinas, esperando que al abrir los ojos Tokio invadiera la estancia para no dejar cabida a ninguna nostalgia mal acomodada. Pero hoy, echo en falta las cortinas. Cerrar los ojos no me basta para dar cabida a los recuerdos de ese último viaje. Necesito un cuarto más grande. Una ciudad entera. 15 años más.
Ella ya no está. Eran las 8h07 cuando llamaron. Desde ese momento, mi habitación se volvió un parque temático lleno de montañas rusas, norias, casas embrujadas y payasos sin gracia. ¿Cuánto falta para que vuelva a anochecer?
Hace un mes decidí emprender un viaje premeditadamente postergado por más de una década. La visita de un conocido de antaño, me ayudó a colocar las piezas que le faltaban a las razones de mi viaje: “Todo está muy cambiado, deberías ir”, me dijo al saludarme. Luego, al despedirse, haciendo una pausa larga, me dijo: “Mentira. Todo está igual, deberías ir”.
Después de mucho pensar, me vi de pronto recorriendo esa carretera nueva que no conocía, que parece estar en continuo desafío con el mar. Sentado al volante del coche de alquiler, vi colocadas al lado izquierdo, las mismas casitas, los mismos carteles con publicidad de los años 90 que me sorprendieron recitándolos de memoria y me extrañó que la construcción de esa carretera no se los hubiera llevado por delante. Por el lado derecho, me enceguecí con un azul penetrante. Mar y más mar. Las mismas olas que me sabía de memoria. Llevaba poco equipaje: cuatro camisas de manga corta, cuatro pantalones de vestir, dos camisetas, dos pantaloncillos. unas chanclas y un par de mocasines. Una muda bastante conveniente para justificar lo corto de mi estadía.
Así, mientras iba pensando en mi coartada de escape, notaba como mis pensamientos se deslizaban como las ruedas del coche, a 100 km por hora, por esa vía de vientos salados que se abría en cámara lenta a pesar de la velocidad, permitiendo mi entrada a ese mundo de cielo pálido que imperceptiblemente se va mezclando con el mar, justo en el punto exacto de respeto a la lógica.
A ese punto de mi viaje, daban las 10h00 de la mañana. Después de 20 horas de vuelo entre varias escalas, había aterrizado a las 5h00 de la mañana en Guayaquil. Mientras la ciudad empezaba a inundarse de luz y calor, tomé con un café, un tanto de valor para acercarme hasta las diversas oficinas de alquiler de coches. Escogí uno que me permitiera reconciliarme con mi consciencia, uno pequeño, poco vistoso y a las 7h30, mirando el Google Maps, decidí tomar el camino más largo hacia San Pablo, para empezar mi verdadero viaje.
Si mis cálculos eran aún correctos, la hora del panel del coche, indicaba que estaba a poco de llegar.
Tenía que parar para estira las piernas. Me paré justo en ese punto que conocía tanto. Allí la playa lo llena todo, sin casitas curiosas frente al mar. Sólo la playa, el mar y yo. Dejé que el viento volviera a peinarme al estilo de antaño. Miré dentro de ese mar que domé cual toro salvaje con un pequeña tablita de balsa que me regalaron los pescadores en unos de mis cumpleaños. Dejé entrar en mis pensamientos la sal que se resbala en el aire y caminé hasta la orilla para dejarme lamer los pies. Encontré la misma tibieza en esas aguas que hasta los pescadores respetan como a un imprevisible dios pero que conmigo siempre fueron las amigas más amables.
Y allí estuve por varios minutos.
Subí al coche. Ya nada se atravesó en mi camino. En menos de 8 minutos tuve nuevamente ante mí, esa plaza para fiestas comunales con su pequeña glorieta hacia el mar, un poco rejuvenecida, pero la misma. Algo se me arrugó por dentro al ver las barcas de los pescadores en la orilla. En un momento de poca lucidez hasta me parecieron, también, las mismas.
Allí dejé el coche, aparcado discretamente junto a un carrito de helados. Necesitaba hacer el recorrido a pie. No sé si para revivir los caminos olvidados o para dilatar el momento. Subí por esa calle polvorienta y por más que traté y trato ahora, no logré imaginarla pavimentada.
Embutido en mi chándal de viaje, me sentía sumergido en una burbuja de humedad, temblores y arena. Las mismas caras bastante envejecidas. Los mismos niños con narices más grandes y tamaño de adolescentes.
Imaginé que alguien habría alertado ya de mi presencia.
Torcí a la izquierda. Me encontré. Me quedé parado al inicio de la calle, mirando a aquel niño de pantalones cortos e ideas sencillas que, de la nada, emergió y salió corriendo sin mi permiso. Tan claro como aquel mismísimo momento, lo vi correr hacia esa fachada gastada, tocar la puerta con ansias, pidiendo un “maduro lampreado”(1) porque se moría de hambre. Alguien debió haber escuchado los golpes porque la puerta empezó a a abrirse tímidamente.
Así, soportando el calor que empezó a bañarme y unos golpecitos que venían desde el interior, la vi aparecer. Lo que se me hubiera arrugado, se me desarrugó. Pude descubrir debajo de esos cabellos blancos, nuevos para mí, de esas manos más manchadas y arrugadas, que se abrían paso como hurgando en las ranuras de la madera, los mismos ojos de mi entera existencia.
Con una voz silenciosa, rumiante, al tiempo que me acariciaba y desmembraba con su presencia 15 años de practicidad y ausencia, me susurró: “Sólo te estaba esperando”.
Desde esta cama fría de este Tokio frío, me acurruco en los recodos de ese último viaje a esa casa llena de ella, tratando de sacudirme de esa llamada de las 8h07. Mañana estaré mejor. Supongo.
Tokio… Fuente
Carretera…
Mar…
Pescadores…
Puerta…
(1) Maduro Lampreado. Fuente

Llévame contigo a jugar

En mi afán de buscar un punto de partida, ese santiamén determinante en el que se tuerce o se acomoda el destino, me sumergí, acompañada de mi madre en esas conversaciones hasta las 3 de la mañana, en la historia que a continuación voy a relatar.
Corrían los años 20 en la efervescente ciudad de Quito, sus calles de empedrado colonial se agitaban ante los vientos revolucionarios de 1925. Con las nuevas ideas desfilaban nuevas gentes, nuevas figuras políticas que se convertían en el centro de atención de la curiosa y siempre elegante sociedad quiteña que a pesar de la crisis económica que golpeaba desde hace años el país, continuaba vistiendo abrigos de piel para asistir entusiasta a la diversidad de teatros y cines que inundaban la pequeña capital.
Esa ciudad rígida y formal que cerraba sus puertas a cal y canto a las 6 de la tarde, dejando abandonados a su suerte a tunantes y fiesteros que a las 8 de la noche intentaban llegar a suelo seguro después de batirse a duelo con todos los personajes de las leyendas populares y con las circundantes quebradas, fue la ciudad que parió la vida de dos hermanas que nacieron con once meses de diferencia, tan cercanas en edad y parecido físico, que más de uno pensó que eran gemelas.
Las dos hermosas. Una de tez morena, ojos marrones cálidos y buenos; la otra de tez blanca, ojos verdes y penetrantes, ambas de brillantes cabelleras negras. Crecían la una al lado de la otra sin necesitar más compañía que ellas mismas. De familia reconocida, se perdían solas entre los grandes apellidos y los largos corredores de esa casa-hacienda que era su hogar.
Me contaba mi abuela, que la hacienda perteneció a las hermanas Heredia. “Las pobres se volvieron locas porque desde la ventana pudieron ver como la multitud enloquecida arrastraba al Presidente Alfaro para llevarlo a la hoguera que acabó con su vida. Desde ese día se las llevaron y pusieron en alquiler la hacienda”. Y así, los largos pasillos, las pequeñas plantaciones frutales de la hacienda Heredia, servían de escenario de historias inventadas. Las niñas trepaban a lo árboles, la una encubriendo a la otra cuando las descubrían en alguna travesura poco digna de las niñas de la época. A veces se levantaban en medio de la noche y conversaban largas horas asomadas a la ventana que daba a lo más profundo de la oscuridad, sin llegar a temerle.
Eran años en que los niños vivían entre sombras, invisibles al mundo serio. Y así, frente a los adultos, hacían silencio. Guardaban las risas y la imaginación para ellas. Su madre y su padre solían deambular por la casa confundiéndose con los demás fantasmas, flotando igual que flotaban los personajes de la familia a los que sólo conocían por relatos ajenos. De vez en cuando, en algún momento de la jornada, su madre les regalaba una sonrisa que ellas tomaban como la mejor medalla recibida por haber rezado el rosario completo sin quejarse de dolor en las rodillas o por haber almorzado sin emitir sonido alguno.
Se conocían la una a la otra, no conocían más. Se complementaban. Los miedos de la una eran las fortalezas de la otra. Hasta ese día en que se les derrumbó el mundo. Ese día vieron a su madre más fantasma que nunca, flotar por encima de las sombras con un vestido azul vaporoso, deslizándose por los pasillos sin mirar atrás. Desde el cuarto de rezos la vieron salir y nunca volver.
Los días que siguieron entre la indignación y sorpresa de ese padre mujeriego, les supieron a invierno. Una de las noches en las que se levantaban a contar las estrellas, escucharon a su padre y a sus tías conversar: “Dos niñas son mucha responsabilidad. No podemos hacernos cargo de las dos. Una de ellas debería irse con Guillermito”. Se abrazaron y temblaron por primera vez llorando juntas sin intercambiar una sola palabra.
Así, resolvieron separarlas, dejando a una al cuidado de las 3 tías solteronas que gobernarían su abandonada casa y a la otra, al cuidado del hijo mayor que hacía poco había contraído matrimonio y ya tenía casa que ofrecer. Ambas fueron arrojadas a vivir como huéspedes inoportunas, sin padre ni madre, adaptándose a normas de casas que jamás pudieron llamar “mía” y a pesar de los eventos familiares en los que ciertamente se veían, el contacto, la empatía y la complicidad se fueron diluyendo hasta verse convertidas en dos simples parientes.
Ambas crecieron adorando a su padre, como se acostumbraba entonces. La una como única niña en medio de tres beatas oscuras que se espantaban de todos y entre salmo y salmo condenaban al vecindario quiteño por sus vicios y ligerezas. La otra como niña prestada, rodeada de cariños compasivos, siendo espectadora condescendiente de hermano, cuñada y sobrinos que buscaban en ella a la cómplice discreta y silenciosa, aprendiendo a ser feliz entre las ocurrencias de su cuñada y los pretendientes que iba cosechando por lo bonita que era.
Pasaron los años y cada una escogió un camino de vida radicalmente diferente. La una con amargura en el alma, la otra buscando algo de cariño que le perteneciera.
Sesenta y cinco años pasaron hasta que se volvieron a encontrar la una junto al lecho de muerte de la otra. “Tú eres buena”, le dijo, mirándola con esos penetrantes ojos verdes…”Debiste llevarme contigo”…

Sucedió un Viernes Santo


Se vio sentada en el mismo balcón frente a la Plaza de Armas. Su mente sumó y restó: treintaisiete años. Observaba junto a sus hijas, como aquella vez, la puesta en marcha de lo que sería la procesión del Viernes Santo. La recordaba colorida, bulliciosa, el trajín de comerciantes vendiendo velas, banderines, cremoladas, el chin-chin de las ollas de los puestitos ambulantes, el hervidero de curiosos comprando confites tradicionales.
Se le espeluznó la piel. Hacía algo de fresco y aunque en la estancia se estaba muy a gusto, sintió necesidad de ponerse la chaqueta. Las camareras corrían atentas repartiendo vino caliente, té macho y otros antojos. Todo sabía a fiesta, igual que entonces.
Cayó en cuenta de aquellos recodos de su vida que había guardado para ella. No habría querido guardar mayores secretos, pero se había acostumbrado a una particular soledad y no sabía hablar de sí misma. Habría querido advertirles a sus hijas que no era su primera vez en esa ciudad, que ya tenía recuerdos de ese balcón.
Su hija mayor se acercó contenta y la besó: “¿Te está gustando?”. Asintió acariciándole la barbilla. El momento tibio le punzó el corazón. Desde hacía rato los recuerdos la trastornaban. Había tenido la misma sensación hurgar entre fotografías antiguas cuando los recuerdos se pelean unos con otros por salir a borbotones. Ese beso le domó la angustia que se le había producido desde que empezó a subir las escaleras.
“Imposible”. La fachada del nuevo restaurante la engañó al inicio pero una leyenda impresa en el menú terminó por golpearla. “Sirviéndolos desde 2004 en donde, hasta mayo de 1980, funcionó la tradicional Cafetería Roma”.
…Aquella noche, había decidido olvidar las razones que la habían llevado a Ayacucho. Se había dejado contagiar por el entusiasmo reinante. Dos semanas antes, había dejado atrás su tierra. Sus pensamientos estaban en Quito, en la bendición de su madre y el beso en la frente que no le dio a su hija al despedirse. Era la primera vez en quince días que se permitía olvidar, deslumbrada por el color de las alfombras de flores y el familiar olor a incienso. Subió despacio las escaleras del Café Roma, pidió un café y se sentó en una esquina silenciosa.
Los recuerdos le debilitan las fuerzas adquiridas en treintaisiete años. Se mira las manos para recordar que ya no es la chiquilla huidiza de veinticinco. Observa a sus hijas, felices, brindando con un par de “calientes de pisco” mientras a ella se le desborda el pasado.
…Con su taza de café calentándole las manos, observaba embobada los últimos coletazos del paso de la Virgen. “No te vayas todavía”. Levantó la mirada y lo vio instalado en su mesa. Le sonrió. A penas alcanzó a abrir la boca para decir “No”.  “¿A qué le dices que no, muchacha?”. Intentó adivinarle la edad. Cuarenta. Quizás algo menos, la barba lo envejecía. “No me preguntes el nombre, sólo hazme compañía”. Le encendió un cigarrillo.
… La noche en el Café Roma duró lo que dura la noche del Viernes Santo en Ayacucho. Dio para conversar de paisajes, de infancia, de esperanzas, de vínculos y vacíos. Y así, poco antes de las cuatro y media de la madrugada, tal como llegó, se fue. “Gracias por el viaje”, le dijo mientras le besaba la mano. Desapareció escaleras abajo diluyéndose entre el humo de su cigarrillo.
Casi cuarenta años después, regresa su mirada, igual que aquella madrugada, tratando de verlo regresar. Cierra los ojos, el olor a incienso le devuelve la agitación.
… Dejó la propina sobre la mesa. Caminó por los soportales y siguió calle abajo hasta su modesto hotel. Se cuidó de cerrar la puerta con doble llave. Se cambió de ropa, cerró las cortinas y se acostó con miedo y soledad. Los ecos de los petardos duraron hasta la primera luz. Se levantó. Se duchó con agua helada y salió en busca de pan caliente como hacía en su natal Quito.
… En la Plaza de Armas la multitud hervía. Por instinto miró el reloj: 8h20 del Sábado Santo. Pasó de largo haciéndose a la idea que los excesos de la noche anterior todavía daban sus coletazos. No encontró pan en ningún sitio. Al volver, la multitud no se movía. El silencio invadía la plaza. Se acercó a la puerta de la Catedral en donde se concentraba la muda masa. Un hombre yacía boca abajo con la cara del lado y los ojos abiertos. Se quedó petrificada sintiéndose más extranjera que nunca y fue parte de esa masa mansa, domada por el terror.
…Un silbido le rozó la oreja. “Ándate pronto, te vieron con él”. El desconcierto la tambaleó y al darse la vuelta, una capucha azul se alejaba abriéndose rápido paso. Tratando de dejar de temblar, llegó al hotel, tomó su bolsito, dejó el pago de la noche sobre la mesa y se fue. Camino a la estación veía gente bajar a la plaza con prisa, le dio la sensación de que era la única caminado a contramano.  
…El autobús hacia Lima estaba pronto a partir. Subió sin comprender nada pero recordó al de la capucha azul y no se hizo más planteamientos.
…El paisaje verde fue dejando atrás Ayacucho. Se enteró de lo sucedido por los comentarios de mitad en quechua, mitad en español de los viajantes. Era Marcel Dulanto, Arequipeño de treintaicinco años, profesor de la Universidad de Huamanga, miembro hasta el Miércoles Santo del PSDP-SL*, había hecho pública su renuncia al partido por “profundas discrepancias” con la dirigencia…
Miró a sus hijas y experimentó la misma sensación de supervivencia de cuando tomó el autobús hacia Lima. Encendió un cigarrillo, se levantó de la silla, caminó hacia ellas y abrazándolas les dijo: “Voy a contarles una historia… Sucedió un Viernes Santo…”
*Nota1: En Mayo de 1980, El Partido Socialista del Perú Sendero Luminoso realiza su primera intervención violenta, quemando urnas electorales en el pueblo de Cushi dando inicio a dos décadas de cruenta violencia en Perú.