Baja con prisa por la calle Tetuán. Con la prisa que sus noventa años recién cumplidos le permiten. Hace cinco meses que falleció la mujer con la que compartió sus últimos setenta y seis años. No conoce otra vida, no se acostumbra su nueva libertad. Por eso la prisa, porque, aunque hoy no hay por qué correr, el combustible que le puso a su vida con ella continúa quemando. Va hacia San Ginés, ¿desde cuándo queda tan lejos?, setenta y seis años yendo a la misma misa todos los días y cada año parece que se le aleja un poco más. Tiene que hablar con el párroco para ordenar la misa de seis meses. No es tan urgente, pero debe hacerlo ese mismo día antes de que su cadera se le ponga más pesada y luego alguien de la familia tome la posta haciéndola sentir más inútil.
Todo se agita y ya es incapaz de llevar el compás ¿Desde cuándo camino en cámara lenta? -piensa, mientras intenta imitar a los pasantes de la calle Arenal. Hace cincuenta años, recuerda, el ritmo era otro. Las imágenes le llegan en sepia, gente ensombrerada entrando y saliendo de los pequeños bares a la hora del vermut. Tantas veces la habrá acompañado a ella a sus reuniones tintadas de intelectualidad, testigo muda de un círculo social que frecuentó por siete décadas y que no pudo sentir suyo. Cada paso nuevo desgarra un recuerdo como le viene sucediendo desde septiembre en que ella se marchó. En todas sus memorias está ella, le cuesta encontrar recuerdos anteriores. Mi hermana, piensa... mi jefa – se desdice, la niña de la casa hasta su último segundo de vida – reflexiona. No pensé que la echaría tanto de menos, mucha vida, mucha vida– analiza y agita la cabeza mientras sigue su paso.
Se para frente a la vidriera de ese negocio nuevo de turrones que han colocado en una esquina. “Turrones para extranjero, más gente en el centro de Madrid, ¡así no se puede vivir!”. Recuerda sus serios veinte años, caminaba por la calle Preciados agitando la cesta de la compra sin tener que pedir paso a ningún transeúnte, saludando con los dueños de todos los comercios circundantes, encontrando siempre caras familiares que con el más conocido de los acentos le devolvían un “¡Hasssta lueggggooo!”, con la s y la g bien marcadas en buen “madrileño”. Ahora, es distinto. Desde hace años se encuentra foránea y ahora más foránea sin ella; le echa la culpa al Corte Inglés, al Madrid* y a la bendita costumbre esa de comerse las uvas del año nuevo en la Puerta del Sol. Desde las fiestas de la Inmaculada, el barrio se vuelve insoportable- va pensando, “ya no soy capaz de conocer a nadie” y recuerda que incluso el semblante tan típico del madrileño “moreno, recio” ha ido convirtiéndose en un desfile de razas y de acentos incomprensibles que en su cabeza se enmarañan generándole demasiado ruido. Habla sola, como rezando: “Ya ni siquiera el invierno trae el silencio, la Puerta del Sol es un hervidero en toda época del año”, sigue caminando y siente que hasta los olores le son desconocidos, el tradicional olor a castañas asadas del invierno madrileño de toda su vida se le mezclan con olor a waffles, a pizza y a comida rápida, “Tal vez sí, sea hora, hoy que ella no está más, de volver al pueblo”.
Pasa cerca de la Chocolatería San Ginés, mira de reojo una mesita esquinera junto a la barra en donde hace tantos años, cuando Madrid era Madrid, se sentaba con ella a comer churros a la salida de misa. Hace tanto tiempo. Dejaron de ir porque ya no había espacio para los vecinos, las mesitas en la terraza para los turistas les ganaron hasta en el clima más frío a las encantadoras mesitas de dentro. A pocos pasos de la parroquia, se detiene en seco, asustada, mira el portón de la iglesia, un sudor frío le recorre por la frente: “Me he quedado viuda” – reflexiona sin más y al tiempo se santigua ante tamaña barbaridad que le ha venido a la mente. Y mientras otro gesto en cruz marca un nuevo rápido recorrido reconoce que no es la primera vez que lo piensa.