lunes, 4 de julio de 2016

La última carta

Fotografía: Sara Zambrano PhotoStudio

Por las calles vacías de este lado de la ciudad, antaño llena de niños jugando a la rayuela y a las escondidas y donde hoy poca cosa sucede, abuela y nieta recorren las calles en un 4 x 4 nuevo que a duras penas logra una batalla justa con las estrechas calles del centro de Quito. Dan marcha atrás, giran, esquivan en la confusa trayectoria de esas calles coloniales que perezosas se adaptan a la vida moderna, pero no dudan, parecen conocer bien el laberinto que enreda el centro histórico de la capital. La abuela instruye convencida, utilizando referencias antiguas pero vigentes.

-          Está igualito – le dice la abuela a la conductora – igualito pero sucio.
Tuercen una calle aquí, otra allá y al final, la nieta parece reconocer la fachada que la abuela no ha visto por estar desprevenida mirando hacia otra dirección.

-          Llegamos, abu..creo…sí, seguro
-          ¿y tú como sabes, hija?
-          Me sé de memoria las fotos. Y a ti ¿qué te pasa, abuela?, que te perdiste.
-          En los recuerdos, querida, de esa otra calle – dice señalando con el dedo hacia un edificio sostenido seguramente por la única voluntad de algún espíritu generoso.
-          ¡Ay, esos ojos de cristal, abu! ¿Qué condición te puse para traerte? – le dice tomándole la mano.
-          Nada de sentimentalismo, hija, ya, ya.
La abuela baja del auto. No necesita ayuda, todavía. Pareciera conocer todo de memoria. La cerca, el cerrojo, la puerta. Todo está donde debe estar.

Su nieta la observa alejarse, la mira con ternura, con nostalgia prestada. Quizás, sólo quizás, en algún recodo de la vida de su abuela, pueda encontrar un reflejo de sí misma, temores ajenos que llegan a convertirse en propios.

“¡Qué piensas, abu! ¿qué pasa por tu cabeza al llegar a tu casa de infancia?  Los pasos que das tan seguros, se tambalean en las escaleras. ¿Hace frío dentro, abu? ¿o son los recuerdos los que te erizan la piel?”

Apoyada en el carro, calentándose las manos sobre el motor, observa a su abuela asomarse a la ventana. La anciana, de pronto, con cautos movimientos, busca dentro de su cartera. Papel y bolígrafo.

“¿Qué ves, abu? ¿Qué llama tanto tu atención desde que llegamos aquí? ¿Qué recuerdos te trae esa tiendecita que se cae de vieja? ¿Qué dibujas?”

La muchacha se pone de puntillas, buscando en un absurdo reflejo descubrir algún rasgo que le indique una pista de los trazos que dedica su abuela.

“Pareces tan triste, abuela. ¿Qué ideas se te cuelan en los pensamientos? Pareces una reina que desde su balcón observa sus posesiones. Te veo grande. Triste pero grande. Has sido, desde que tengo memoria, una gran dama de labios sonrientes y ojos tristes. ¿Cuánto peso has venido cargando en tu pequeña cartera, sin yo darme cuenta? ¿Viniste a dejar o recoger historias, abu?”

Se empina una vez más, se fija en el movimiento de la mano de la anciana. “¿Qué haces, abu? ¿Dibujas o escribes? Acompáñame a ver nevar, me dijiste. No te entendí, pero aquí estoy. Y sospecho que esta es la parte que debes hacer sola”.

Sin moverse ni para acomodarse el mechón de cabello que cae sobre su cara, sin sacar los lentes de la cartera, para dibujar mejor las letras, la anciana escribe levantando la mirada de vez en cuando. La muchacha sacude la mano señalando el reloj. La anciana la mira “sólo un momento más”, guarda pausadamente el bolígrafo en su cartera y temblando casi imperceptiblemente, vuelve sus ojos al papel y repite en voz alta:

Desde esta casa en donde tantas vivencias acariciamos juntos, desde esta casa soltera que siempre esperó tu voluntad, te escribo. ¿Te sorprende que me atreva a tutearte después de 68 años? Siempre me llamaste tradicionalista, conservadora y siempre fuiste el menos indicado para decirlo, pero sí, tenías razón. Pero es mucha vida y mucho inventario hecho, Doctor, para seguir manteniendo el respetuoso “usted”.

¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde tu última carta a esta dirección, Doctor De la Vega? Te sorprenderá: 60 años y 13 días … Sí, Doctor, no te vayas a reír, todavía guardo tus cartas, cada una, en cada sobre, porque siempre me llamaste romántica, también. Pero no fue por romántica y ahora que ni tú ni yo nada tenemos que perder, porque la misma existencia nos ha ido mezquinando poco a poco lo que tan generosamente un día nos adjudicó a borbotones: padres, vecinos, trabajo, talentos, reputación; ahora que las únicas fuerzas que me quedan son para poder sacudirme de todo aquello que me incomoda o me pesa, te diré que si guardé tus cartas fue por mala. ¡Apuesto que en todo tu conocimiento de Doctor no te imaginabas que incluso en el corazón más generoso puede existir maldad!

Desde esta ventana de segundo piso en la que, hace tantas vidas ….las de nuestros hijos, las de nuestros nietos, las de nuestros bisnietos…, me paraba a contar los minutos para verte virar por la tiendecita de la esquina llevándote las manos a la boca como en cámara lenta para empezar el silbido que me avisaría que estabas pronto a pasar frente a esta casa, desde aquí te escribo. Apoyada en la nada, sin mesa, sólo en este repaso al tiempo que he decidido hacer. ¿Sabes?, Aún se ve la tiendecita de la esquina. Siempre nos pareció que se iba a caer de lo viejita que estaba y mírala ahí, piedra sobre piedra, atemporal, abierta al público. Te escribo para contarte que van a demoler esta casa. He venido a verla, he venido a ver si logro robarme algún recuerdo que se me hubiera estado escondiendo estos años. Me ha venido a la mente el día en que decidiste dejar de silbar. Dijiste que tu madre te había educado bien, que mi padre era un caballero y yo una señorita respetable. Te creí. Desde ese día tocaste el timbre y entraste a esta casa por la puerta grande. Desde esta ventana también te seguí hasta que mis ojos te perdieron de vista, la única vez que te vería llorar, me advertiste que me fijara bien en la fecha, que contara los días para verte volver a esta casa que nunca más te vería. También te creí y además perdí la cuenta de la deuda de días que quedó pendiente entre esos dos jovencitos que fuimos.

Abajo me espera tu nieta. La siento tan parecida a mí. Sus historias, sus lealtades, sus riesgos. Parece que es hora de partir, me llama. A esta edad una sólo espera la paciencia y las señales de los demás. ¿Sabes por qué guardé tus cartas? Para no olvidar tus promesas, fecha por fecha, carta por carta. Las aprendí de memoria. Para tenerlas siempre a manera de consulta, como un diccionario al que se recurre a menudo en caso de duda, como un manual de primeros auxilios en caso de emergencia. Recuerdas cuando me decías que podías vivir sin mí pero que morir no soportarías, porque la vida termina pero la muerte es eterna, ¿recuerdas? Pensé que vendrías por mí. De eso hace ya 14 años, 6 meses y 5 días…. ¿O acaso por allá la noción del tiempo es diferente, Doctor?

Hasta Siempre, mi querido Marco, hasta siempre….

Y en un ademán cansado, levanta en el aire el papel que sostiene y con esas plisadas y sobresaltadas manos, inicia el desbaratamiento de la cuartilla que cae en trozos ligeros como pequeños copos de nieve.


La nieta sonríe y corre para atrapar al vuelo unos cuantos pedazos: “Te llevarás tu historia, abu…yo me quedo con tu nieve”.