Por las calles vacías de este lado de la ciudad,
antaño llena de niños jugando a la rayuela y a las escondidas y donde hoy poca
cosa sucede, abuela y nieta recorren las calles en un 4 x 4 nuevo que a duras
penas logra una batalla justa con las estrechas calles del centro de Quito. Dan
marcha atrás, giran, esquivan en la confusa trayectoria de esas calles
coloniales que perezosas se adaptan a la vida moderna, pero no dudan, parecen
conocer bien el laberinto que enreda el centro histórico de la capital. La
abuela instruye convencida, utilizando referencias antiguas pero vigentes.
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Está igualito – le dice la abuela a la
conductora – igualito pero sucio.
Tuercen una calle aquí, otra allá y al final, la nieta
parece reconocer la fachada que la abuela no ha visto por estar desprevenida
mirando hacia otra dirección.
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Llegamos, abu..creo…sí, seguro
-
¿y tú como sabes, hija?
-
Me sé de memoria las fotos. Y a ti ¿qué te
pasa, abuela?, que te perdiste.
-
En los recuerdos, querida, de esa otra calle –
dice señalando con el dedo hacia un edificio sostenido seguramente por la única
voluntad de algún espíritu generoso.
-
¡Ay, esos ojos de cristal, abu! ¿Qué condición
te puse para traerte? – le dice tomándole la mano.
-
Nada de sentimentalismo, hija, ya, ya.
La abuela baja del auto. No necesita ayuda, todavía.
Pareciera conocer todo de memoria. La cerca, el cerrojo, la puerta. Todo está
donde debe estar.
Su nieta la observa alejarse, la mira con ternura, con
nostalgia prestada. Quizás, sólo quizás, en algún recodo de la vida de su
abuela, pueda encontrar un reflejo de sí misma, temores ajenos que llegan a
convertirse en propios.
“¡Qué piensas, abu! ¿qué pasa por tu cabeza al llegar
a tu casa de infancia? Los pasos que das
tan seguros, se tambalean en las escaleras. ¿Hace frío dentro, abu? ¿o son los
recuerdos los que te erizan la piel?”
Apoyada en el carro, calentándose las manos sobre el
motor, observa a su abuela asomarse a la ventana. La anciana, de pronto, con
cautos movimientos, busca dentro de su cartera. Papel y bolígrafo.
“¿Qué ves, abu? ¿Qué llama tanto tu atención desde que
llegamos aquí? ¿Qué recuerdos te trae esa tiendecita que se cae de vieja? ¿Qué
dibujas?”
La muchacha se pone de puntillas, buscando en un
absurdo reflejo descubrir algún rasgo que le indique una pista de los trazos
que dedica su abuela.
“Pareces tan triste, abuela. ¿Qué ideas se te cuelan
en los pensamientos? Pareces una reina que desde su balcón observa sus
posesiones. Te veo grande. Triste pero grande. Has sido, desde que tengo memoria,
una gran dama de labios sonrientes y ojos tristes. ¿Cuánto peso has venido
cargando en tu pequeña cartera, sin yo darme cuenta? ¿Viniste a dejar o recoger
historias, abu?”
Se empina una vez más, se fija en el movimiento de la
mano de la anciana. “¿Qué haces, abu? ¿Dibujas o escribes? Acompáñame a ver
nevar, me dijiste. No te entendí, pero aquí estoy. Y sospecho que esta es la
parte que debes hacer sola”.
Sin moverse ni para acomodarse el mechón de cabello
que cae sobre su cara, sin sacar los lentes de la cartera, para dibujar mejor
las letras, la anciana escribe levantando la mirada de vez en cuando. La
muchacha sacude la mano señalando el reloj. La anciana la mira “sólo un momento
más”, guarda pausadamente el bolígrafo en su cartera y temblando casi imperceptiblemente,
vuelve sus ojos al papel y repite en voz alta:
Desde esta casa en donde tantas
vivencias acariciamos juntos, desde esta casa soltera que siempre esperó tu
voluntad, te escribo. ¿Te sorprende que me atreva a tutearte después de 68
años? Siempre me llamaste tradicionalista, conservadora y siempre fuiste el
menos indicado para decirlo, pero sí, tenías razón. Pero es mucha vida y mucho
inventario hecho, Doctor, para seguir manteniendo el respetuoso “usted”.
¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde
tu última carta a esta dirección, Doctor De la Vega? Te sorprenderá: 60 años y
13 días … Sí, Doctor, no te vayas a reír, todavía guardo tus cartas, cada una,
en cada sobre, porque siempre me llamaste romántica, también. Pero no fue por
romántica y ahora que ni tú ni yo nada tenemos que perder, porque la misma
existencia nos ha ido mezquinando poco a poco lo que tan generosamente un día
nos adjudicó a borbotones: padres, vecinos, trabajo, talentos, reputación;
ahora que las únicas fuerzas que me quedan son para poder sacudirme de todo
aquello que me incomoda o me pesa, te diré que si guardé tus cartas fue por
mala. ¡Apuesto que en todo tu conocimiento de Doctor no te imaginabas que
incluso en el corazón más generoso puede existir maldad!
Desde esta ventana de segundo
piso en la que, hace tantas vidas ….las de nuestros hijos, las de nuestros
nietos, las de nuestros bisnietos…, me paraba a contar los minutos para verte
virar por la tiendecita de la esquina llevándote las manos a la boca como en
cámara lenta para empezar el silbido que me avisaría que estabas pronto a pasar
frente a esta casa, desde aquí te escribo. Apoyada en la nada, sin mesa, sólo
en este repaso al tiempo que he decidido hacer. ¿Sabes?, Aún se ve la
tiendecita de la esquina. Siempre nos pareció que se iba a caer de lo viejita
que estaba y mírala ahí, piedra sobre piedra, atemporal, abierta al público. Te
escribo para contarte que van a demoler esta casa. He venido a verla, he venido
a ver si logro robarme algún recuerdo que se me hubiera estado escondiendo
estos años. Me ha venido a la mente el día en que decidiste dejar de silbar.
Dijiste que tu madre te había educado bien, que mi padre era un caballero y yo
una señorita respetable. Te creí. Desde ese día tocaste el timbre y entraste a
esta casa por la puerta grande. Desde esta ventana también te seguí hasta que
mis ojos te perdieron de vista, la única vez que te vería llorar, me advertiste
que me fijara bien en la fecha, que contara los días para verte volver a esta
casa que nunca más te vería. También te creí y además perdí la cuenta de la
deuda de días que quedó pendiente entre esos dos jovencitos que fuimos.
Abajo me espera tu nieta. La
siento tan parecida a mí. Sus historias, sus lealtades, sus riesgos. Parece que
es hora de partir, me llama. A esta edad una sólo espera la paciencia y las
señales de los demás. ¿Sabes por qué guardé tus cartas? Para no olvidar tus
promesas, fecha por fecha, carta por carta. Las aprendí de memoria. Para
tenerlas siempre a manera de consulta, como un diccionario al que se recurre a
menudo en caso de duda, como un manual de primeros auxilios en caso de
emergencia. Recuerdas cuando me decías que podías vivir sin mí pero que morir
no soportarías, porque la vida termina pero la muerte es eterna, ¿recuerdas? Pensé
que vendrías por mí. De eso hace ya 14 años, 6 meses y 5 días…. ¿O acaso por
allá la noción del tiempo es diferente, Doctor?
Hasta Siempre, mi querido Marco,
hasta siempre….
Y en un ademán cansado, levanta en el aire el papel
que sostiene y con esas plisadas y sobresaltadas manos, inicia el
desbaratamiento de la cuartilla que cae en trozos ligeros como pequeños copos
de nieve.
La nieta sonríe y corre para atrapar al vuelo unos
cuantos pedazos: “Te llevarás tu historia, abu…yo me quedo con tu nieve”.